Tras la Semana Santa, que ha traído acontecimientos trágicos que no nos hubiera gustado a ninguno haber presenciado, retomamos hoy nuestra serie de entradas sobre el desarrollo cerebral humano. Un tema totalmente contrapuesto a aquel del que trataba nuestro post anterior.
Justamente este conjunto de entradas quiere hacer hincapié en la necesidad de la educación desde la más tierna edad para conseguir que el fanatismo y la necedad humanas no sean las características esenciales en el comportamiento de esa gran especie, con todos sus defectos, que enseñorea la Tierra en estos momentos. Me refiero, como no, al Homo sapiens.
Acabábamos el último post de esta serie sobre el cerebro humano en sus primeras etapas de crecimiento hablando de la Hipótesis de la clave social. Y hoy vamos a ahondar un poco más en ella. Y esta vez nos iremos hacia atrás en el tiempo. Y nos mantendremos en Estados Unidos, pero del estado de Washington, en la costa oeste, nos iremos a Kansas, a las llanuras centrales. Allí, en los años 60 del siglo XX, una joven graduada en psicología infantil trataba de ayudar a niños de preescolar a superar sus déficits de vocabulario y de dicción.
Se llamaba Betty Hart (1927-2012). Ella y sus compañeras se fueron dando cuenta que sus esfuerzos comenzaban muy tarde en la vida de los pequeños. Que éstos no eran capaces de captar aquello que querían transmitirles simplemente con la intervención "extra" que ellas les podían suministrar. En los años 60 y 70 se achacaban estos déficits a factores inalterables como las circunstancias sociales o la herencia, lo cual hacía que no se pudiera intervenir de forma adecuada frente a ellos. Sin embargo, ni la Dra. Hart ni sus colegas se dieron por vencidos y durante la década de los 80 revisaron un montón de casos para intentar encontrar una nexo en común.
Al final, encontraron algo: "necesitabamos saber que ocurría con los niños en casa y el principio del crecimiento de su vocabulario." De este sencillo razonamiento surgió un estudio del cual, junto con su antiguo supervisor durante los estudios de carrera, el Dr.Todd Risley, actual profesor emérito de psicología en la Universidad de Alaska, publicó un libro en 1995: "Meaningful differences in the everyday experience of young american children" en el que se detallan todas las peripecias por las que pasó su estudio hasta conseguir los resultados que encontraron.
Y uno de los principales resultados fue que, tal como se podía ver en el post número V de ésta serie, la influencia de los padres en el bebé es mucho mayor de lo que se podría suponer en un primer momento.
Para llevar a cabo su estudio, Betty y Todd agruparon a las familias en tres categorías distintas, según su nivel socioeconómico: aquellas que tenían estudios universitarios, aquellas que eran trabajadoras, y las que se encontraban recibiendo un subsidio por desempleo. Hicieron un seguimiento de sus hijos, desde que tenían 10 meses hasta que cumplían los 3 años y descubrieron lo siguiente:
1.- En los tres grupos de familias, los niños comenzaban a hablar a la misma edad y la estructura del lenguaje se desarrollaba adecuadamente.
2.- En las familias de mayor nivel cultural, el niño oía una media de 2.153 palabras/hora, los niños cuyos padres trabajaban bajaba la media a 1.251, y los que sus padres se encontraban en situación de paro era de tan sólo 616 palabras.
3.- A la edad de 3 años, el vocabulario acumulado por los hijos de padres universitarios era de 1.100 palabras, los de padres de clase trabajadora 750, y los de padres en paro 500.
4.- A la edad de 3 años, los resultados de test de inteligencia eran mejores en los niños del primer grupo y sus resultados escolares a los 9 años de edad fueron mejores.
Con este estudio, los autores se dieron cuenta que las diferencias con las que llegaban los niños en la escuela eran mayores y más intratables de lo que en un primer momento se hubiera creído. Los tres primeros años de vida en el hogar, en contacto con los padres, son mucho más importantes para el desarrollo cognitivo e intelectual del niño de lo que pudiera parecernos a los adultos. En ese periodo de su vida son especialmente maleables y dependen del adulto para "modelar" sus experiencias.
Desde el punto de vista del conocimiento, la experiencia es secuencial: la experiencia establece un hábito, éste lleva a una búsqueda que da lugar a una nueva experiencia y de esta manera se llega a experiencias más complejas que dan lugar a procesos de pensamiento más o menos complejos. Por otro lado, neurológicamente, el desarrollo de la corteza cerebral en la infancia, y sobre todo en la infancia temprana, se ve influenciado por la cantidad de tejido cerebral que se encuentre activado. Y esa activación se lleva a cabo gracias a la cantidad de experiencia a la que se enfrenta el niño y las opciones con las que tiene que "jugar". Por último, respecto al comportamiento, en la infancia temprana, casi toda la experiencia está mediada por la interacción con los adultos, sobre todo con los progenitores, en donde juega un papel fundamental el afecto que muestren hacia su bebé.
¿Qué nos quiere decir todo ésto? Que el niño, ya desde su más tierna infancia, desde que es bebé, es un ser complejo, necesitado de ayuda, sí, por supuesto, pero al mismo tiempo, con una gran cantidad de potencialidades que los padres podemos ayudar a que se expresen con algo tan sencillo como la atención, el cuidado, el afecto.
Nos queda aún un estudio más. Hasta que llegue, un afectuoso saludo.