Hubo un domingo en que yo salí a dar un paseo. Suelo hacerlo siempre que puedo. Tengo la suerte de que cerca de casa hay un parque lo suficientemente amplio como para pasear, correr, disfrutar de un libro bajo las copas de los árboles, hacer gimnasia con aparatos que han puesto desde hace ya algún tiempo los ayuntamientos para sumarse a lo de “la vida en forma”, y más cosas.
Ese día mi mujer, junto a mi hija, se iban a ir de
casa porque habían quedado a comer. Como salí tarde, me despedí de ellas, pues
al volver al cabo de una hora aproximadamente, no esperaba encontrármelas.
Total, que cuando volví y abrí la puerta, ahí estaba la niña.
No se habían marchado todavía. Me estaba mirando con una cara entre alegre y pícara.
Y tanto me sorprendió que le dije:
-¡Pero bueno! ¿Qué haces aquí?
Lo dije con cara alegre y en un tono jovial y
alegre.
De pronto, la cara de mi hija, con 2 años y 9 meses, pasó, de
esa alegría que tenía inmediatamente antes, a la seriedad; y en lugar de ir hacía mí para darme un
abrazo, como solía hacer, se volvió a los juguetes que tenía esparcidos por
casa, se puso seria y me dio la espalda. Tanta fue su reacción, que por mucho
que yo la decía algo, ella no me contestaba. No sabiendo muy bien porque tenía
ese extraño comportamiento, seguí como si tal cosa. “Ya se le pasará”, pensé.
Pero no se le pasaba.
Entre mi mujer y yo caímos en la cuenta. ¡Había entendido
literalmente mis palabras! Creía que en lugar de alegrarme de que ella
estuviera allí, me suponía un disgusto, o un fastidio el que ella anduviera
todavía por casa.
Tratando de desandar lo andado, mi mujer y yo le explicamos
que lo que yo había dicho era porque me sorprendía y me alegraba mucho, no lo
que ella había pensado. ¡Abracadabra! Nada más oír la explicación, a la que no
tenía yo mucha fe que digamos, pues no pensaba que fuera a entenderla, se puso
a jugar conmigo a estar a mi lado y allí se mantuvo hasta que se fueron.