Al atardecer del día en que el grupo volvió de la caza del león, comenzaron las danzas de celebración por el regreso de la partida de Lengwesi. Los maasais se agruparon, los morani, y las mujeres maasais, las más jóvenes, distribuyéndose en círculo, y empezaron a moverse de forma cadenciosa, con un movimiento del tórax hacia delante y hacia atrás rítmico, que poco a poco se fue intensificando, haciendo que los pesados collares de cuentas de las muchachas golpearan sus hombros y pechos al compás de la danza. En ese momento, uno a uno, los morani, los guerreros maasai, tanto los nuevos guerreros que habían vuelto de su prueba contra la naturaleza, como los que ya llevaban años disfrutando de su vida como morani, se fueron situando en el centro.
Y es entonces cuando comienza la parte de la danza maasai que conocemos todos por las películas, los relatos de viajes y los documentales. El morani, recto, se diría que rígido como un poste de telégrafos de los de antaño, como un mástil de un barco, las manos pegadas a los costados, las rodillas juntas y un puñado de hierba fresca apretada bajo los sobacos, comienza a saltar. Primero hacia arriba, probando su capacidad para el salto, y en cuanto ha cogido confianza, para lo cual tarda muy poco, empieza a realizar unos saltos verticales alcanzando alturas inverosímiles para cualquier occidental que quisiera probar, o igualar, a dicho guerrero maasai. Estará realizando estos saltos verticales durante algún tiempo, hasta que se canse, o hasta que haya llegado a su altura máxima, o bien hasta que otro morani le desplace para mostrar él sus dotes de salto y de agilidad.
Todo este despliegue de fuerza, armonía, agilidad y precisión -pues los saltos deben ser realizados siguiendo una verticalidad absoluta- puede durar varias horas, y el baile acabará cuando todos queden exhaustos.
Así ocurrió en el enkang de Lengwesi. Se celebró con una gran danza a los supervivientes del encuentro con simba, el león. La fiesta duró hasta cerca del amanecer, y se llegó a la extenuación de todos.
De todos menos de Ikoneti. El patriarca simplemente había adoptado una actitud de observación. Le gustaba el bullicio y la alegría de los niños y de los jóvenes. Le recordaba su juventud. Disfrutaba viendo como reían, se hacían bromas, se perseguían; de los jóvenes lo que le gustaba era la apostura, la gallardía, el orgullo que sentían al verse ya como guerreros maasai. Como cuando él lo había sido. Pero aquel tiempo quedaba ya lejano. Sabía que el tiempo se acababa y que una nueva era estaba a punto de llegar.
Justo, cuando empezaba a despuntar el sol en el horizonte, un muchacho se le acerco y se sentó a su lado.
-Se ha pasado bien la noche, ¿Verdad, padre? -Era Lengwesi, que tras haber descansado unos momentos tumbado junto a sus compañeros, volvía a su lado.
-¿Por qué lo dices?
-Toda la gente de fiesta, alegre, bailando hasta casi el amanecer.
-Sí, siempre es bueno ver a la gente contenta. -fue la respuesta de su padre.
-Padre. He visto a Makutule.
-¿Y?
-Me salvó de morir en las garras del león.
Ikoneti se volvió hacia Lengwesi. Su mirada expresaba una profunda tristeza, al mismo tiempo que intentaba, con todas sus fuerzas, evitar que la humedad que le bañaba en esos momentos sus ojos no saliera al exterior.
-¿Cómo fue? -acertó a preguntar, manteniendo la seriedad en su rostro.
-Había matado al primer león, cuando en ese momento se abalanzó sobre mí un segundo león que nos pilló a todos completamente desprevenidos. No pensábamos que lo hubiera. Conforme saltaba el león, una lanza cruzó el aire y le traspasó el corazón. No sabíamos quien había sido. Hasta que apareció Makutule.
Ikoneti miró al horizonte. El sol empezaba a verse en su primer cuarto, como un plato de loza.
-Un buen hermano. -hizo una pausa para continuar- Un buen hermano y un buen hijo. Siempre lo fue y siempre lo será. -y volviendo su rostro hacia Lengwesi le dijo- Al igual que tú, Lengwesi, al igual que tú.