En la década de los años ochenta del siglo pasado, la Dra. Hallam Hurt, neonatóloga de Filadelfia, en Estados Unidos, comenzó a estudiar a los niños que llegaban a su consulta. Preocupada por la incidencia de las drogas, que en aquellos tiempos tenían una incidencia muy grande en altas capas de la población, sobre todo en las más desfavorecidas. El estudio trataba sobre la repercusión que tenía el consumo de estupefacientes por parte de los progenitores sobre los niños, y sobre los bebés, que estaban a su cuidado.
Cuando empezó a recoger datos y comenzó a cruzarlos entre sí fue encontrando algo sorprendente. Tanto los niños expuestos a drogas como los no expuestos presentaban el mismo coeficiente intelectual: 82-83. Un coeficiente intelectual considerado normal se halla alrededor del cien. Un 82 se puede considerar en el límite bajo de la normalidad. El supuesto de la Dra. Hallam había fallado. No podía achacarse a la exposición a la droga el bajo nivel intelectual que presentaban estos niños. ¿Cual era el otro factor que hacía que estuvieran en el límite bajo de la media?
Cuando repaso sus historias, la Dra. Hallam se dio cuenta. Todos ellos, drogadictos o no, procedían de nivel socioeconómico bajo. Se encontraban en el seno de familias económicamente deprimidas. Los padres debían hacer grandes esfuerzos para sacar adelante a su familia, o bien, se habían hundido ya tanto que no eran capaces de reaccionar y de preocuparse de dar una atención adecuada a sus niños. En resumen, era la pobreza la gran responsable del bajo coeficiente intelectual de los niños.
Esto le siguió preocupando a la Dra Hallam Hurt, que continuó con su trabajo en el Departamento de Neonatología del Hospital Universitario de Pennsylvania, en Filadelfia. Allí centro sus investigaciones sobre los efectos que producían el uso de sustancias por parte de las madres, la pobreza familiar y otra serie de factores complejos y de riesgo sobre el desarrollo de los bebés y de los niños.
Al cabo de los años, y nos ponemos ya en 2010, en el s. XXI, consiguió realizar un estudio junto con su equipo en el cual se siguió a un grupo de niños y niñas desde su nacimiento hasta su adolescencia, y en el que se pudo evaluar mediante un cuestionario, pasado a los 4 y a los 8 años de edad, el grado de cuidado paternal que recibían y el tipo de estímulos ambientales que experimentaban en el lugar donde vivían. En el cuestionario se trataba de conocer si había libros infantiles en casa y cuantos, si existía reproductor musical y si se ponían canciones infantiles, si había juguetes para el aprendizaje numérico y si se les trataba con tono afectuoso, se les daba abrazos, besos, elogios, y confianza para preguntar lo que se les ocurriera. Posteriormente, en la adolescencia, entre los 13 y los 16 años, se les realizaba una RM para comprobar si existía alguna relación entre el desarrollo de distintas áreas cerebrales, como el hipocampo, tal como se había visto en los estudios hechos en años anteriores con animales de laboratorio, y las distintas experiencias que habían sufrido los niños durante su infancia.
Los resultados fueron tremendamente alentadores. Los niños que habían sido mejor atendidos y cuidados presentaban un coeficiente intelectual más alto. Se vio que aquellos que presentaron mayor estimulación cognitiva eran mejores en tareas lingüísticas y aquellos que habían disfrutado de un mayor nivel de afecto paternal disfrutaban de mejor memoria. En los resultados de las pruebas de imagen, de las RM realizadas, se pudo observar que aquellos que habían recibido unos mejores cuidados hasta los cuatro años presentaban una mayor desarrollo del hipocampo; sin embargo, los que lo recibieron a edad más tardía no presentaron dicho desarrollo. Ello llevo a la conclusión que aquellos niños con un mayor cuidado por parte de los padres presentaban una maduración más acelerada del hipocampo.
En resumen, este estudio permitió a la Dra. Hallam Hurt afirmar que la experiencia infantil influye en el desarrollo de la estructura cerebral, que esa influencia es altamente selectiva respecto al cuidado que dan los padres hacia el niño que está desarrollándose, y que ese cuidado se debe de dar desde pequeños, pues ya a la edad de 4 años la estructura cerebral puede haberse desarrollado lo suficiente para quedar influenciada por la experiencia vivida durante ese tiempo.
Esto nos debe hacer reflexionar sobre la importancia del cuidado y atención que deben recibir los bebés desde el primer momento por parte de sus padres. Los últimos estudios nos muestran que un órgano tan complejo como el cerebro humano se ve influido desde los primeros años directamente por el trato recibido por sus seres más cercanos, por sus seres más queridos.
Pero el cerebro infantil aún nos depara más sorpresas. ¿Las descubres conmigo?