Pastor Maasai con su ganado. |
Ikoneti, seguido de sus dos hijos, llegó a una extensión amplia de terreno. Allí se encontraba un gran número de vacas, con sus grandes cuernos dirigidos hacia el cielo, que en aquellos momentos lucía un azul brillante.
Ikoneti empezó a señalar a cada una de ellas y a decir sus nombres. Los chicos, conforme Ikoneti iba llamándolas, quedaban admirados de la capacidad de su padre para retener el nombre de todos aquellos animales, y de la capacidad para reconocer a cada uno de ellos entre el resto del ganado.
Cuando Ikoneti acabó de recitar la retahíla de nombres, se acuclilló al lado de sus hijos.
-¿Estáis sorprendidos porque sé todos esos nombres?
-Sí, padre. -respondieron ambos chavales.
-Pues no os preocupéis, que vosotros también terminaréis sabiéndolos. Un buen Maasai conoce a cada una de las vacas de su ganado. Las reconoce por su voz, por el color y las manchas de su piel, incluso por el color de sus ojos. Y cuando seáis dueños de un rebaño tan grande como éste, vosotros mismos les daréis nombre.
Los niños estaban asombrados. Ikoneti se alzó y comenzó a avanzar hacia el rebaño. Makutule y Lengwesi le siguieron, como los patitos siguen a su madre para llegar a las aguas del estanque donde vivirán la siguiente etapa de su vida.
Cuando llegaron junto al rebaño, Ikoneti les preguntó:
-Mirad las vacas, fijaos. ¿Os llama algo la atención?
Ambos niños miraron atentamente las vacas. Éstas eran cebúes. La raza se caracterizaba por dos enormes cuernos, que se dirigen desde la parte alta de la cabeza hacia el cielo formando los dos brazos de una hipotética lira. También era característica la giba que poseían en la parte anterior del lomo, concretamente sobre los cuartos delanteros. Los chicos le destacaron esas dos características, pero Ikoneti les pidió que se fijaran con más detalle, que miraran con más minuciosidad.
-Todos tienen el mismo corte en las orejas. -dijo al cabo de un rato Makutule.
-Eso es. -le contestó su padre- Ése es el detalle que quería que os fijarais.
-¿Y por qué? -preguntó Lengwesi.
Observesé el corte en la oreja izquierda del animal. |
Una exclamación de admiración surgió de la boca de ambos niños. Estaban aprendiendo en esa salida un montón. Ikoneti prosiguió.
-Las vacas nos dan todo en nuestra vida. Nos dan la comida. La leche, la sangre, el queso y, a veces, la carne. También usamos su estiércol como combustible, porque quema muy bien y dura mucho tiempo encendido. Lo usamos también para la pared de nuestras casas. Si mezclamos el estiércol de la vaca con la tierra, éste se volverá duro y hará que la pared de la casa sea dura, y no penetre el frío o el calor y se pueda vivir en ella. Las pieles de las vacas nos sirven para vestirnos, y para taparnos en las camas durante las épocas de frío. Nuestras manos no se cortan con el frío o con el trabajo duro gracias a su orina. Cuando vemos que se van a cortar, bien porque llevamos mucho tiempo a la intemperie, bien porque el frío se ha quedado muchos días entre nosotros, usamos la orina del ganado y nos lavamos las manos con ella, y vuelven a ser suaves, como si fuera el primer día de trabajo. Nuestras calabazas, donde guardamos la leche, y su sangre, se hacen de cuero curtido, de su piel. Y la mantequilla de nuestros rituales se obtiene a partir de su leche. Recordad, hijos, las vacas son todo para el Maasai.
Los niños escuchaban sin perder detalle todo lo que su padre les estaba contando. Ikoneti continuaba.
-Engai, nuestro Dios, nos concedió todo el ganado para cuidarlo cuando creo el cielo y la tierra. Por eso debemos tenerlo siempre con nosotros. Y no debemos dejar que sea maltratado, debemos defenderlo de las fieras, e incluso de otros hombres que no sepan cuidarlo, y podemos arrebatárselo y quedarnos con él. Pues Engai así nos lo permitió al hacernos los guardianes del ganado.
-Pero, -comentó Makutule- si otros hombres cuidan bien del ganado, no es necesario quitárselo, ¿verdad, padre?
Ikoneti le sonrió, como quién sonríe a alguien que aún no ha descubierto todos los entresijos de una madeja de hilo y se deja llevar solamente por su superficie.
-Querido Makutule. Cuando llegues a guerrero, cuando alcances el grado de Morani, que lo alcanzarás, te darás cuenta que nadie cuida mejor del ganado que los Maasai.
Makutule quedó apesadumbrado. No terminaba de entender. Y la respuesta de su padre no le había resuelto el problema que surgía en su cabecita infantil.
-Por eso, -siguió Ikoneti- a partir de ahora, vais a empezar a ser los dos pastores de mi ganado.
De pronto, la cara de Makutule se iluminó, Lengwesi que se había ensimismado con el pensamiento de ser guerrero, dio un respingo. Ambos niños empezaron a preguntar al padre tantas cosas que Ikoneti no tuvo más remedio que hacerles callar.