Bosquimano apreciando un kudú abatido previamente |
Ahora correspondía
encender el fuego alrededor del cual dispondrían sus lechos, excavados en la
tierra, dónde se entregarían a un sueño reparador. Al estar en su proceso de
iniciación, a Nkosi le correspondió encender el fuego. Era una técnica que
dominaba, que le fue enseñada bastante tiempo atrás por su abuelo.
Disponía de
dos varas de madera, una más ancha, la otra más redondeada. Puso la ancha en el
suelo, cogió un pequeño manojo de hierbas secas que acumuló en el centro de la
tabla, y con la vara más redondeada, colocada sobre ese conjunto de hojarasca,
comenzó a moverla con ambas manos con rapidez. Para ello, colocó las manos
palma contra palma, la vara sujeta entre ellas, y las desplazó alternativamente
hacia delante y hacia atrás, en un movimiento rítmico, rápido, potente. Poco a
poco, debido a la fricción de las dos superficies, la temperatura fue
aumentando hasta alcanzar el grado de combustión de la hojarasca. Comenzó a
salir humo del grupo de hojas secas.
Cuando Nkosi consideró que había llegado
el momento, separó la vara redondeada, acercó su cara a la madera humeante y
empezó a soplar. Primero suavemente, hasta que las chispas empezaron a dar paso
a una pequeña llama; la intensidad de su soplido fue haciéndose mayor hasta
conseguir una llama que acercó a la zona dónde se había acumulado el ramaje
para realizar el fuego. Sin dejar de soplar, introdujo el puñado de hojarasca
en el interior del montón de palos amontonados. Introdujo el fuego en el
corazón del montículo de madera. Y poco a poco, primero tímidamente, después
con fuerza, las llamas hicieron acto de aparición. Nkosi las miró extasiado. Le
gustaba la sensación que recorría su cuerpo. La sensación de haber realizado un
pequeño milagro.
Bosquimanos haciendo fuego |
La mañana siguiente
comenzó al amanecer. Nkosi notó un vigoroso zarandeo que lo sacó del sueño. Era
su padre, que le urgía a levantarse. Había que trocear el eland, y decidir los
pedazos de carne que llevarían al grupo, y lo que dejarían en la sabana para
que las hienas, chacales u otro tipo de carnívoros, dieran buena cuenta de
ellos. También se precisaba llegar pronto al grupo. Esa noche sería la
celebración de su exitosa iniciación. Había conseguido una presa importante y
había pasado al mundo de los adultos. Ahora sería uno más del grupo. Sus
opiniones serían tenidas en cuenta de igual a igual. Dejaría de ser el hijo de
uno de los cazadores para convertirse en Nkosi, el cazador. Podría casarse,
formar una familia, tener hijos a los que enseñar y transmitir toda la
sabiduría que había adquirido de sus mayores.
Llegó la noche. Y llegó
la celebración. El te-kúa, un instrumento hecho de púas de metal clavadas en un
trozo de madera alas que se hacía vibrar, y el guashi, un instrumento de
cuerda, se dejaban oír junto al sonido de las gargantas de los sam al dejar
volar por el cielo del Kalahari los cánticos ancestrales de sus antepasados.
Los sam consideran que la música y la danza tienen poderes curativos, son capaces de alejar los espíritus. Quizá la alegría contagiante de sus canciones es la que obra el milagro. El caso es que esa noche Nkosi disfrutó de su paso a la edad adulta. Bailó y cantó como uno más. Había alcanzado la madurez. Al día siguiente empezaba una nueva etapa para él, llena de retos, dificultades y experiencias. Pero esa noche tocaba disfrutar. Y así hizo.
Los sam consideran que la música y la danza tienen poderes curativos, son capaces de alejar los espíritus. Quizá la alegría contagiante de sus canciones es la que obra el milagro. El caso es que esa noche Nkosi disfrutó de su paso a la edad adulta. Bailó y cantó como uno más. Había alcanzado la madurez. Al día siguiente empezaba una nueva etapa para él, llena de retos, dificultades y experiencias. Pero esa noche tocaba disfrutar. Y así hizo.