Escuela en Botswana |
La maestra de la escuela
a dónde voy me ha pedido que escriba un relato de lo que he vivido junto a mi
grupo, junto a mi familia. No sé por dónde empezar. Tampoco sé concretamente lo
que quiere. ¡He llevado una vida tan sencilla hasta llegar al internado! Bueno.
Allá va.
Familia de sam en labores cotidianas |
Nací en uno de los
últimos grupos Sam que existen, en mitad del desierto del Kalahari. Cuando
crecí mi madre me contó que estábamos en una reserva. Yo no comprendía. Mi
madre me explicó que era una gran extensión de terreno. Mucho más grande de lo que yo podía abarcar con la vista. Y que estaba hecha para evitar que los
animales se acabaran. “¿Se acabaran? ¡Pero si hay multitud!” pensé entonces.
Más adelante conocí a los otros hombres. Primero los guardas de la reserva.
Venían y hablaban con el chamán del grupo. Él sabía todo lo que había que saber
para vivir. Después unos grupos de hombres y mujeres extraños, muy pálidos, y
que tenían unos instrumentos que al apretar un lado de ellos, salía una pintura
pequeñita; yo tengo algunas que me enviaron. Luego conocí que se llamaban
cámaras y servían para parar y guardar el momento. Y por fin, vinieron otros
hombres y mujeres que hablaron con mi madre y mi padre, y les convencieron para
que viniera aquí. Recuerdo la mirada de tristeza de mi abuela cuando me alejé
del grupo montada en uno de sus coches, rumbo al internado, abandonando la que
había sido mi vida hasta ese momento.
¿Que cómo había sido mi
vida? Ahora os lo cuento.
Choza de invierno |
Formaba parte de un grupo
que no solía quedarse quieto en un sitio. Recorríamos toda la extensión del
Kalahari. Nos guiaba nuestro anciano más sabio. Los blancos suelen llamar a
esta figura chamán. Él sabe dónde se encuentran los pozos de agua, las mejores
zonas de caza, dónde se pueden encontrar los panales de miel. En resumen, el
mejor guía para nuestro grupo. En invierno nos indicaba las mejores zonas dónde
acampar. Porque en invierno la temperatura del Kalahari baja mucho, por debajo
de los cero grados. Y nos construimos refugios de palos y ramas, para que el
calor de la fogata que hacemos en el centro no se disipe y nos mantenga
calientes durante la noche. El resto del año es mucho mejor. Podemos estar
durmiendo allí dónde nos pilla la noche. Para eso hacemos cada uno de nosotros
un hoyo en el suelo, al lado de la fogata y nos cubrimos con una capa de piel.
Es una sensación agradable, el contacto con la arena. Te acuna. Te hace sentir
parte de ella. Sientes que formas parte de todo lo que te rodea. Y así pasas la
noche.
-¡Vamos, perezosa!
Mujer bebiendo de un huevo de avestruz |
Es mi abuela que me
despierta. Mantengo la sensación de adormecimiento durante un ratito, y luego
me pongo a mirar a mi abuela. Está preparando sus utensilios. Entre ellos, el
que más me llama la atención es un huevo grande, con un agujero en dónde va
metiendo los frutos que encuentra en sus largas caminatas. Estos los llamamos “ga”
y “bi”. Ésta última es una raíz. Para nosotros supone un manjar. Aquí, en la
escuela del internado, he aprendido que se trata de raíces, tubérculos, pepinos
y melones silvestres. Mi abuela está casi preparada, así que me levanto, me
aseo y me dirijo a ella.
Avestruz a la carrera |
-¿Dónde vamos hoy?
-¿Te gustaría ver un
avestruz? –me responde.
-¡Me encantaría! –son unas
de las aves que más me gustan. Su porte desgarbado desaparece cuando comienzan
a correr por la sabana.
-Pues hoy iremos en busca
de nidos. Ya es hora de que tengas tu propio huevo de avestruz.
-¿De verdad?
-Sí.
Y así iniciamos el
recorrido de ese día. Podíamos estar todo el día andando de un lugar a otro. En
el internado me dijeron que en esos paseos llegábamos a recorrer veinte
kilómetros. En esa época yo no era consciente de la cantidad de distancia que
andábamos. Sólo que pasábamos el día buscando frutos, lagartijas, huevos de ave
o crías. Cuando mi abuela consideraba que ya tenía suficiente volvíamos a donde
estaba el grupo.
Anciana sam |