Hoy estoy desanimado. No tengo ganas. Sólo de hablar. De hablar con la gente, de hablar con quién sea. De lo que sea, de lo más trivial. Ni quiero leer. Ni quiero estudiar. Ni quiero televisión. Ni quiero ordenador. Ni quiero internet. Sólo hablar. O escribir.
Escribir. Con una pluma estilográfica.
Rasgar las páginas. Derramar tinta como se derrama el ánimo al atardecer.
Gastar tinta, como se gasta la sangre en las miles de pequeñas luchas del día a
día. Hasta acabar el depósito. El anhelo y la meta no tienen sentido, pero
¿tienen sentido muchas de las discusiones diarias en las que nos enzarzamos?
Nos perdemos en el detalle, en la minucia. Y lo paradójico es que no sabemos
ver el detalle.
Mientras escribo esto y rasgo, dibujo
las letras con las formas caligráficas que aprendí en la niñez. La ele con las
curvas y un círculo en su base. La T mayúscula, como si fuera un sombrero de
tres picos en la cabeza de un soldado de Carlos III. Hasta los números romanos,
tan serios y sobrios, tienen su romanticismo. Es mi manera de evadirme de un
mundo de prisas.
De un mundo que premia la eficacia por
encima de la belleza. La ciencia por encima del arte. La tecnología por encima
de la artesanía. La máquina por encima del hombre. Deberíamos recordar el final
de la fábula de la cigarra y la hormiga:
La cigarra muere de frío en el duro
invierno. La hormiga, gracias a lo que ha acumulado, sobrevive a la primavera.
Pero cuando la hormiga sale a disfrutar de los rayos de sol, descubre que le
falta algo. Le falta el canto de su amiga la cigarra. Y la hormiga, la
diligente hormiga, muere de tristeza.
Queridos amigos, que no nos pase lo
mismo. Buenas tardes.