Sin embargo, estamos viviendo una época en que, teniendo los trabajadores mejor formados, parece que las personas que deben plantear dichos objetivos, es decir, los dirigentes, sean del cariz que sean, son los que menos idea presentan en cuanto al motivar y obtener los mejores resultados de un grupo de trabajadores.
Y para plantear objetivos razonables simplemente hay que usar el sentido común. A un niño de 40 kg. no se le suele pedir que cargue a sus espaldas un fardo de 50 kg. Tampoco a un viejo de 80 años se le pide que cargue con ese mismo fardo. Bien está en que confiar en la bondad y responsabilidad humana es pecar de "buenismo". Pero el otro extremo, el considerar al hombre como un ser carente de valores, de autoestima, al que hay que forzar al máximo para obtener algún provecho de él, resulta sumamente desesperanzador y, no lo dudemos, contraproducente.
No estamos viviendo una época de analfabetismo, como en siglos pasados, en donde leer y escribir correspondía a las clases dirigentes. En esos siglos pasados, el principal logro de cualquier familia humilde era conseguir que uno de sus miembros llegara a leer y escribir, para, de esa manera, liberarse de las cadenas de la ignorancia, que permitía en las clases dirigentes manipular a sus "súbditos", nunca mejor empleada dicha palabra.
Actualmente, la gran mayoría de la población de los países desarrollados no sólo sabe leer y escribir, sino que tiene unos estudios lo suficientemente avanzados como para poder formarse una idea propia sobre las circunstancias que la rodean. Y si esas circunstancias no corresponden a su manera de enfocar la vida, luchar para cambiarlas. En suma, rebelarse.
El forzar las condiciones de trabajo, el supeditar las mejoras laborales a la consecución de unos objetivos de todo punto inalcanzables, lleva, como dije al principio, al desaliento y , por último, a la frustración.