La cueva de Nerja, de la que venimos hablando en las últimas entradas;
la cueva de las Maravillas como la bautizaron en los años de su descubrimiento, allá por finales de los cincuenta y principios de los sesenta del pasado siglo;
tiene una longitud de más de siete kilómetros (7.129'28 metros para ser exactos). Y posee un
volumen interior de más de 250.000 metros cúbicos. Tiene salas amplísimas, donde incluso se ha llegado a representar el ballet de "El lago de los cisnes" de Tchaikovsky. En esas salas se pueden admirar formaciones de una belleza y complejidad tales que, para que el hombre pudiera igualarlas mínimamente, deberíamos esperar a la llegada del Gótico que producirá en los siglos XIII y XIV las catedrales que se reparten por toda Europa, y que provocan la admiración de propios y extraños. ¿Dónde quiero llegar? Ahora les explico.
Lo que me ha llevado a comenzar la entrada de hoy destacando las dimensiones de la cueva de Nerja, y a compararla, dando un salto en el tiempo de cientos de miles de años, con las catedrales europeas, es
el origen de dichas cuevas kársticas. Y más que el origen,
el responsable de la formación de dichas estructuras geológicas. Porque, si bien es verdad que en su formación las cavidades kársticas precisan de desplomes de tierra, de agua, de terremotos; el protagonista de todas estas formaciones, que tanto nos llaman la atención, es humilde y sencillo.
Si hay por ahí algún chaval que esté leyendo este blog, soltará eufórico:
"Lo sé, se trata del agua. Gota a gota produce las formaciones que se ven en las cuevas." Y en parte tendrá razón. Pero yo no me refiero al agua. El agua es uno de los elementos más poderosos de que dispone la Tierra para modelar las formas de la superficie del planeta. El agua es tan importante que es la base de la vida. Sin agua, la vida en nuestro planeta, mal llamado Tierra, no existiría. Pero no, querido amigo, no me refiero al agua.
El responsable de la formación de las cavidades kársticas, y de su modelado posterior con la aparición de todos los elementos que conocemos -estalactitas, estalagmitas, etc.- es una sal.
Es el carbonato cálcico. Para que nos entendamos, es un pariente más o menos lejano de nuestra sal común, de nuestra sal de mesa. Y como ella, se disuelve en el agua. Esta sal está compuesta de dos elementos diferentes, con caracteres distintos.
El carbonato, que es el que permite la disolución necesaria para que los elementos que forman la sal, el carbono y el calcio, se separen en contacto con el agua. Este carbonato es el que permite que el agua arrastre, poco a poco pedacitos minúsculos, microscópicos, de roca. Cuando el sol cae de plano sobre el horizonte, y calienta la tierra, basta una corriente de agua que fluya a través de una superficie formada por roca calcárea, por roca de carbonato cálcico, para que el agua provoque pequeños "pozos" de disolución, microscópicas fisuras que se irán agrandando hasta formar grietas en la roca y el agua vaya penetrando, cada vez más profundamente, en la misma.
Pero nos queda el calcio.
El calcio es un elemento duro. ¿Qué pasa con él cuando es arrastrado por el agua hacia las profundidades de la tierra? Pues el calcio es el que
va a constituir los ladrillos, microscópicos, de las grandes formaciones que veremos en las cuevas de origen kárstico. Cuando alcancen una determinada profundidad, el calcio precipitará. Conforme ha ido bajando, también ha bajado la temperatura. El ambiente cálido de la superficie, facilitado por el sol del mediodía, ha ido dejando paso al fresco, y al frío. A una determinada temperatura, el calcio comienza a unirse, lo que se llama
precipitación. Y poco a poco, gota a gota, comienza a formar todos los extraordinarios elementos de que podemos disfrutar en nuestra visita a una cueva de este tipo.
Curioso, ¿no? Un elemento pequeño,
tan pequeño que aún ni siquiera con microscopio llegaríamos a ver, es el responsable de formaciones que compiten en belleza y magnificencia con las catedrales. No es ni siquiera un ser vivo, sino un simple, sencillo y humilde compuesto químico, compite con el ser más complejo que habita el planeta y que ha tenido la osadía de llamarse a sí mismo
sapiens.