Queridos amigos. Tras algún tiempo, volvemos a retomar nuestro viaje, volvemos a surcar el río Omo, en el suroeste de Etiopía y hoy vamos a entrar en contacto con una nueva tribu, con un nuevo pueblo que vive en sus orillas.
En este mapa el pueblo Karo viene con el nombre "KARA" |
En este caso, es literal. Porque el pueblo al que hoy conocemos vive literalmente en sus orillas. Se trata del pueblo Karo. Se asienta en la orilla izquierda del río Omo, a mitad de su trayecto, donde el río forma amplios meandros que dan lugar a orillas fértiles que permiten una agricultura y una ganadería mucho más pujante que en las zonas más alejadas a este y oeste de la corriente fluvial. Pero, me estoy adelantando. Por el momento, sepamos que el pueblo Omo corresponde al tronco de las lenguas omóticas, y está emparentado con el pueblo Hamer, al que ya veremos más adelante, en próximas entregas, y al pueblo Dassanetch, al que vimos en las últimas entregas.
Se trata de una pequeña población, que no llega a superar los 1.000 individuos, con dos núcleos de población importantes: Dous y Korcho, y que se dedican principalmente a la agricultura. ¿Por qué? Dejemos que Molu, el anciano Karo nos lo cuente.
Molu estaba sentado a la entrada de la choza. La noche era cálida. La estación seca había empezado hacía poco. Pronto tocaría recoger la cosecha de sorgo que se había sembrado hacía ya dos meses. Los granos estaban llegando a su punto justo de maduración y con ello se podrían obtener muy buenos beneficios, no sólo alimenticios, sino también económicos. Parte de esa cosecha iría destinada a ser cambiada por cabras de tribus vecinas y así poder pagar la dote de su hijo. ¡Ah, su hijo! De pronto, el anciano karo bajó la mirada del cielo estrellado y miró frente a él. Vio a un grupo de niños jugando. Uno de ellos era su nieto. No le llegaba siquiera a la cintura. Pero era vivaracho. Le alegraba con su risa, su vocecita y su media lengua. Tardó en aprender su nombre: Molu. "Olu, Olu" decía. Pero al fin, lo consiguió. Y Molu, el anciano karo sonrió ese día, orgulloso de esa segunda generación que había dado a la madre naturaleza.
De pronto, su nieto se acercó.
-Molu. -le dijo mientras se echaba a sus brazos.
-Dime, leoncillo. -era el apodo cariñoso que usaba Molu para dirigirse a su nieto.
-Cuéntame cómo surgió nuestro pueblo.
-Pero si ya te lo he contado miles de veces. -protestó el anciano.
-¡Anda! -suplicó el niño con ojos entornados- Quiero oírlo otra vez.
-¿Seguro que no te vas a aburrir? -preguntó el abuelo con una sonrisa pícara en la cara.
-¡Seguro! -gritó el niño, enderezando todo su cuerpo, poniendo su cara frente a la del anciano. Éste le miró orgulloso y le dijo:
-De acuerdo. Allá va.
Y mientras Molu se disponía a contar la historia del pueblo karo, su nieto se acurrucó en sus brazos y se dispuso a escuchar el origen de su pueblo. Molu comenzó a hablar:
-Hace mucho, mucho tiempo, nuestro pueblo era pastor. Teníamos rebaños de cabras y de ovejas. Grandes rebaños.
-Y de vacas. -añadió el nieto. Molu sonrió.
-Sí, y de vacas. Además, como el resto de los pueblos que nos rodean, practicábamos lo que llamamos nomadeo. Íbamos de un sitio a otro buscando los pastos mejores para nuestro ganado. Y descubrimos una zona que era tan buena, tan buena en pastos que nos quedamos mucho tiempo.
-Las montañas, ¿verdad?
-Sí, las montañas. Fíjate si sería buena zona, que no sólo vivíamos nosotros allí, sino que también vivía el pueblo Hamer, nuestros vecinos, con los que nos llevamos tan bien. Pues estuvimos allí durante mucho tiempo compartiendo los pastos, como si fuéramos todos de una misma familia. De vez en cuando se nos perdía alguna que otra cabra, pero fíjate qué curioso que a los dos o tres días volvían.
-Y no ibais a buscarlas, ¿a qué no?
-No, qué va. -se rió Molu- Siempre volvían. Y no hacíamos el menor caso. Hasta que el clima empezó a cambiar. Y empezó a ser más seco. La tierra empezó a no ser suficiente para todos y a uno de nosotros se le ocurrió seguir a las cabras. ¿Y sabes lo que descubrió?
-Sí. Pero cuéntalo tú, anda. -le suplicó a Molu su nieto.
-Que había un gran río a la falda de las montañas y que allí había pastos suficientes para todos, para los Hamer, para nosotros, para todos. Y nos pusimos en camino. Nosotros ocupamos la orilla izquierda de ese gran río, los Hamer se fueron un poco más allá. El caso es que nuestro pueblo estaba gozando de un auténtico paraíso hasta que llegó el desastre. Los animales empezaron a morir. Primero fueron unos pocos. Se quedaban como atontados, atolondrados. Luego medio dormidos. Por fin, morían. Y perdimos todo el ganado. Vimos que ahí no podíamos tener ganado. Trajimos más ganado y pasó igual. ¿Qué podíamos hacer?
-¿El qué? -preguntó el nieto con los ojos muy abiertos. Molu sonrió al verle tan sorprendido.
-¿Qué? Esta parte no te la sabes, ¿eh?
-No. -dijo contrariado el niño- es que no me acuerdo de todo. -y puso cara de enfurruñado.
-No te preocupes. Llegará el día en que te acuerdes de todo. Atiende.
-Nuestro ganado se moría. No podíamos tener más ganado. Las tierras de alrededor más sanas estaban ya ocupadas. No nos quedó otra que aprender a cultivar la tierra. Aprender a hacer que creciera el sorgo, el maíz, las alubias. Y de esa manera salimos adelante. Con el producto de estas tierras pronto salimos del atolladero. No sólo sirvió para que nos alimentáramos, sino que además lo podíamos intercambiar con nuestros vecinos por otras cosas como cabras, recipientes de barro, utensilios que necesitáramos y un montón de otras cosas. Y hasta hoy. ¿Qué te parece, mi leoncillo?
-¿Sabes? Me hubiera gustado ser de los que descubrieron el río.
-Y a mí, mi leoncillo. Y a mí. -Molu se quedó mirando el firmamento.
Queridos amigos. Hasta la próxima entrega. Nos vemos en la red.