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martes, 9 de junio de 2015

LAS CRISIS DE EDAD (IV): LOS 50 Y EL SENTIMIENTO DE MUERTE


La crisis de los 50, a diferencia de la crisis de los 40 en la que se trataba más de una autoafirmación del propio ser humano, es más de tipo existencial. No se trata de volver a ser el ser joven y triunfador que se fue o que se podría haber sido veinte años atrás. No se trata de enfrentarse al paso del tiempo, hacer un quiebro a la vida y sentirse nuevamente con el poderío físico y funcional de los veinte o veinticinco años. La crisis de los 50 años, más bien, comienza cuando el ser humano toma consciencia de su finitud. De que forma parte de un organismo vivo en un planeta llamado Tierra; y que, como todos los organismos vivos, tiene un final.


Un final al que está abocado, diríamos que sentenciado. Un final que le iguala al resto de los seres vivos. Un final que es la muerte. Pero, por desgracia, y como gran diferencia con el resto de los seres vivos, el hombre, el Homo sapiens, es consciente de ese final. Tan consciente que lo ha podido estudiar en todos sus entresijos biológicos. La parada del corazón. La muerte cerebral. De hecho, hasta existe una disciplina, la tanatología, que estudia todo aquello relacionado con la muerte. Podría decirse que el hombre, al ser consciente de la muerte como final de la vida tal y como la conocemos en este planeta, le ha preocupado, le ha obsesionado el saber todo lo posible para poder "vencerla".

"Vencer" a la muerte. Desde la noche de los tiempos, desde las cavernas donde el "brujo" cantaba sortilegios sobre el cazador herido o el niño con calentura hasta hoy con nuestras avanzadas técnicas de resonancia magnética que nos permiten descubrir alteraciones anatómicas en zonas de difícil acceso incluso con técnicas quirúrgicas, el hombre ha tratado de curar las enfermedades como una de las formas de vencer a la muerte. Y se han conseguido grandísimos avances. La esperanza de vida ha aumentado de 20-30 años hasta los 80 años. Enfermedades que suponían una muerte segura hace 50 años, ahora se curan, o en el peor de los casos se convierten en crónicas. Por todo ello nos debemos felicitar. Pero no nos equivoquemos. No hemos vencido a la muerte. Hemos conseguido una prórroga. La muerte, implacable, llega.

Quizá uno de los grandes miedos a la muerte es saber si todo se queda ahí. Biológicamente sabemos que sí. Los estudios, los cementerios, las necrópolis, incluso la gran cantidad de fósiles de otros seres que vivieron hace millones de años así lo demuestran. Sin embargo, esa misma consciencia del hombre sobre su propia finitud "biológica" hace que se pregunte sobre si no existirá algo más. Sobre si no habrá un más allá, otro tipo de existencia distinta. Y aquí entra otro de los grandes temores del ser humano. Su incertidumbre sobre la muerte. La consciencia del ser humano hace que éste se sienta algo más que un ente biológico. Por tanto, le cuesta mucho pensar que el final sea el final biológico de su cuerpo. Y, de forma inconsciente, salvo aquellos que han interiorizado profundamente el fundamento biológico de la vida, piensa que debe existir una continuidad. Que la muerte no es el final, sino más bien un tránsito hacia otro tipo de existencia. Y es precisamente ese miedo a no saber lo que hay más allá uno de los motores del ser humano. Porque ese miedo es uno de los orígenes del sentimiento religioso en el hombre, en esa especie racional que habita el planeta Tierra, el Homo sapiens.