Nkosi se acercaba, agachado, procurando disminuir la distancia que
existía entre él y el joven eland. El resto del grupo se había ido distribuyendo,
tal como era la costumbre, en semicírculo alrededor del animal. La comunicación
entre ellos se hacía por gestos. Su habilidad era tal que mediante la mímica se
podrían transmitir unos a otros la especie de antílope que habían visto; su
número; incluso su localización. Así era que mediante mímica, su padre le había
comentado la aparición del eland, el mayor antílope que podían encontrar en
toda esa tierra. Para su iniciación, para su entrada en la vida adulta, sería una
gran presa.
Utensilios y adornos encontrados en Border Cave (KwalaZulu-Natal) |
Con ella podría alimentar
al grupo durante semanas. No sólo obtendrían carne, que podrían consumir fresca
o después de un proceso de secado que haría que sirviera de reserva para
tiempos de escasez. También aprovecharían su sangre como alimento, así como el
tuétano de los huesos. Este último, al estar tan bien protegido por la capa
dura del hueso, era muy apreciado. Pero además de nutrir a su grupo, con los
cuernos y con los huesos del animal, adecuadamente tallados, se podrían obtener
agujas y armas. Las agujas servirían para confeccionar ropa hecha con la piel
del mismo antílope que el muchacho cazaría. Incluso alguna de las mujeres se
coserían una especie de bolso para llevar las cosas en su nomadeo a través de
la sabana, con sus correas respectivas para llevarlas colgadas. Un animal como
aquel podría suponer una fuente de riqueza para toda su comunidad.
Cuando Nkosi consideró
que estaba a la suficiente distancia, se levantó, apuntó con su arco al
antílope y disparó la flecha. Ésta se clavó en el flanco del eland. En ese
momento, el resto de la partida de caza se levantó, dejándose ver y formando un
griterío ensordecedor, se dirigieron corriendo hacia el antílope. Éste había
sentido una punzada en su flanco izquierdo, y sin tiempo para revolverse por el
dolor, vio un grupo de hombres vociferando y dirigiéndose hacia él. Salió
huyendo. Inició una carrera rápida, intensa, en dirección contraria de dónde
provenía el grupo de humanos. Eso era lo que querían los componentes de la
partida de caza. Al correr, al movilizar todos sus músculos, al aumentar la fuerza
y la frecuencia con que su corazón bombeaba sangre, el veneno se distribuía más
rápidamente por el organismo del antílope, facilitando su agotamiento, y, al
final, su muerte.
Su padre le dio un golpe
en el hombro y le hizo una seña para seguir al grupo. Nkosi se había quedado
quieto, viendo su puntería y la reacción del eland. Una sonrisa se dibujó en su
cara y comenzó a correr para unirse al grupo. Estas persecuciones podían durar
varios días. A veces era suficiente seguir el rastro de la sangre y en pocas
horas se encontraba al animal agonizante. Otras veces había que seguir el
rastro durante más tiempo, pues el animal lograba resistir días. En estos casos
los sam usaban todo su repertorio de grandes rastreadores para encontrar a su
víctima. Por último, en ocasiones la presa se encontraba siempre a la vista,
pero era muy resistente y se hacía necesario correr detrás de ella durante
varias horas, o incluso días.
Grupo de leones devorando un eland común |
Sin embargo, en esta ocasión todo fue bien. El joven eland aguantó sólo unas pocas horas. El veneno se distribuyó tan bien y fue tan efectivo que al final de la jornada le encontraron muerto, a la sombra de un arbusto. El animal se había ido a refugiar en sus últimos momentos de vida dónde al menos un poco de sombra le permitiera morir sin sentir sobre él los punzantes rayos del sol, que caían ese día sobre la sabana.