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jueves, 17 de mayo de 2018

LCP Cap. 77: EL EUNOTO, Y EL PASO A LA CONDICIÓN DE ANCIANO ENTRE LOS MAASAI


En la entrada anterior, número 76 de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS, veíamos como se desarrollaba el Eunoto. El Eunoto, la ceremonia más importante en la vida de un guerrero maasai, supone la transición a maasai adulto y, a partir de ese momento, la asunción de una serie de responsabilidades que hasta entonces competían tan solo a sus progenitores.

Dejábamos a Makutule y Lengwesi en el momento más importante de la ceremonia y prometíamos seguir con ella. Pues bien, aquí está la continuación de dicho ritual, que comenzamos justo en el momento culmen del mismo.

Las madres se disponen a cortar, y cortan el cabello de sus hijos. Las trenzas, cuidadas de forma tan minuciosa, llevadas tan orgullosamente por los morani, desaparecen de sus cabezas.


Este acontecimiento simboliza que abandonan, de alguna forma, la condición única de guerreros, abandonando además el vínculo que les unía a sus madres, para comenzar una nueva vida. La vida social del poblado Maasai, con responsabilidades como la familia, los hijos y el ganado. Como colofón a este ritual, un anciano les dará el primer consejo de adultos, que suele ser siempre el mismo, y no por ello, tópico, sino muy importante:

"Ahora que eres un adulto, arroja tus armas y en su lugar emplea la cabeza y la sabiduría"

A partir de este momento, Makutule y Lengwesi han sido declarados oficialmente adultos. Además de guerrear, o, más bien, en lugar de guerrear, deberán asumir las tareas de proteger su casa, velar por el suministro de agua al poblado, y defender al rebaño del ataque de fieras salvajes o de ladrones de ganado.

Pero nos hemos olvidado de Ikoneti, el patriarca. El padre de estos dos muchachos a los que hemos ido siguiendo en su maduración hasta convertirse en maasais adultos. Para Ikoneti, y para todos los padres de los morani que celebran el Eunoto, también habrá una ceremonia propia. Ese mismo día se celebrará un ritual por el que se convertirán en responsables de la comunidad, en ancianos de la misma.

Durante los cuatro días anteriores, Ikoneti cambiará de vivienda y asumirá el nombre de sus hijos. Al cuarto día se vestirá con una piel negra de ternero, se adornará con cuentas de colores, y lucirá una capa de piel de hiena, leopardo, colobo o mono azul. Además lucirá pendientes y collar de cuentas negras y sujeto con una cadena, se colgará un recipiente cilíndrico para el tabaco.

De esta guisa, volverá a su casa y lo hará apoyándose en un bastón, indicando que se ha vuelto un hombre más viejo, más anciano. En una mano llevará una cola de algún animal para espantar moscas y en la otra, una calabaza de cerveza de miel.

De esta manera, Ikoneti ha pasado al grupo de los ancianos del poblado. A medida que han pasado los años, se han tenido más en cuenta la comunidad sus opiniones. Pero no es hasta este momento, en que su grupo de edad pasa a considerarse anciano, cuando sus opiniones van a tener un peso importante en toda la comunidad.

Grupo de ancianos en una de sus reuniones. Cortesía de John Ageddes.

Los ancianos son los que toman, de forma igualitaria y reunidos en consejo, todas las decisiones importantes para el poblado. De ahí la importancia del Eunoto, no solo para los morani, sino para todos aquellos que alcanzan la condición de ancianos.

La jubilación o el retiro de los maasai les llega a los sesenta y cinco años. Desde ese momento se dedican a descansar, beber y jugar, sobre todo a un juego muy popular entre ellos y que es similar a las damas. El nombre de este juego es "eskeshui".

Sin embargo, aún nos queda algunos detalles más que contar de los maasai. Pero eso, queridos amigos, será en una próxima entrada de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS.

Hasta ese momento, disfrutemos de la nueva condición de cada uno de nuestros protagonistas. Nos vemos en la red.



jueves, 26 de abril de 2018

A VUELTAS CON LA "CALIDAD DE VIDA"



Tras el importante episodio de la reunión Maasai de los años 50 del s. XX, en la cual los principales líderes Maasai decidieron, bajo juramento, dejar de atacar y robar el ganado de otras tribus que estaban en sus territorios; tras ello, digo, hago un pequeño paréntesis para introducir una reflexión sobre la "calidad de vida" en las personas mayores, que escribí allá por diciembre, y que creo que llegadas fechas en que debe hacer buen tiempo, puede ser adecuada. O polémica. Como siempre, seréis vosotros, queridos lectores, quienes decidáis. Allá va:

Me parece que en estos momentos de la vida, el que una persona pueda caminar cientos de pasos es algo que a nosotros no nos debería importar. Sin embargo, no hay nada más radiante, nada más ilógico, nada más bucólico, que el que un viejo de noventa y tantos años pueda caminar, trotar, correr por el campo detrás de un rebaño de ovejas. Y eso, precisamente eso es lo que nosotros, con nuestra ciencia, con nuestros cálculos, con nuestras estadísticas pretendemos que hagan los viejos, después de una larga vida de lucha, de trabajo y de cansancio. Después de años de llegar a su casa derrengados tras haber estado cargando sacos, cajas de pescado, u otro tipo de tareas que han hecho que sus huesos se comben e incluso, en el peor de los casos se fracturen y se suelden de mala manera. Y entonces, llegamos nosotros, en la flor de la edad, con nuestros papeles debajo del brazo a decirles que si no andan más de una hora diaria, si no corren, si no saltan, si no se relacionan con su vecino, sí con ese que no le pueden ni ver porque tienen un litigio desde hace años y que nunca se soluciona, si no hacen todo ese tipo de cosas, no están viviendo una vejez sana. Y cuando algunos de ellos nos manda al carajo, nosotros nos preguntamos, si es que llegamos a hacerlo, ¿por qué se porta así cuando sólo queremos brindarle una mejor calidad de vida a su vejez?


Quizá, y solo quizá, la mejor calidad de vida es dejar descansar a ese viejecito de noventa y tantos y dejarle decidir de qué se quiere morir. No martirizarle con tanta vida sana, sino más bien permitirle gozar sus últimos años de aquello que más le apetezca, le guste o le llene de gozo. Por supuesto, luego que no venga diciendo que no se le avisó que el tabaco provocaba cáncer de pulmón, el alcohol cirrosis hepática, y las grasas “malas” infartos de miocardio. Eso ya no cuela, querido anciano mío.


jueves, 8 de marzo de 2018

LCP Cap. 70: EL SISTEMA POLÍTICO MAASAI. LA GRAN REUNIÓN (1ª parte)


El sistema político Maasai es descentralizado. No existe un rey como tal, ni un jefe de tribu. Cuando hay que decidir sobre asuntos generales, éstos se discuten publicamente. Lo más cercano a un órgano administrativo o de autoridad es la reunión de los ancianos, los hombres más viejos del enkang, que por experiencia, se les considera los más sabios y se suele someter a su criterio las cuestiones más peliagudas.

Por eso, cuando se convocó esa reunión de los cinco clanes del pueblo Maasai en los años 50 del siglo XX, todos los que acudieron a la misma sabían que el asunto a tratar era de suma importancia.

Foto cortesía de Daniel Noll y Audrey Scott (Copyright uncornered market) 

El pueblo Maasai se divide, como acabo de decir, en cinco clanes: il-makesen, il-aiser, il-melelian, il-taarroseno e il-ikumai. Cada clan se divide en secciones que se diferencian entre sí por la marca que realizan a sus vacas. Cada sección tiene un laibón.

Y, como tal laibón, allí se dirigía Obago, con toda su gente, entre la que estaban sus hijos, Nyange y Makutule, este último adoptado de Ikoneti. Pertenecía al clan il-ikumai, y empezó a encontrarse con el resto de la gente de su clan.

El primero con el que se topó fue con Olumoto, del grupo de edad de Ikoneti. había protagonizado varias incursiones a aldeas de otras tribus con resultados positivos. Su prudencia y su forma de planificar los ataques hacían que se obtuviera el máximo número de cabezas de ganado con el mínimo número de muertes por parte de los morani que protagonizaban dichas incursiones.


También encontró a Kanyi. Kanyi era un maasai mucho más orgulloso, temerario y osado. Su característica más temida por sus adversarios era su ferocidad. Por eso, en la lucha, en su época de morani, había sido el terror de las incursiones maasai, y bastaba hacer correer la voz, en los momentos previos a un enfrentamiento, de que Kanyi se hallaba entre las filas de uno de los grupos contendientes, para que en el otro grupo cundiera el temor, por no decir el pánico. Ahora retirado de la primera línea de batalla, siempre era el que apostaba por la acción más audaz y, a veces, la más comprometida. Algo que, en algunas ocasiones, les había costado caro el grupo de morani que comandaba. por ello, Obago no disfrutaba con su compañía, y en cuanto pudo, se zafó de él.


viernes, 30 de diciembre de 2016

LCP Cap. 48: LA ADOPCIÓN MAASAI

Maasais del poblado de Selenkay, en Kenia. (Cortesía theplanetD)

Por fin llegó el día en que se iba a celebrar la ceremonia de adopción de Makutele por parte de Obago. Ikoneti, con toda su familia, sus mujeres, sus hijos, y todas las personas pertenecientes a su clan que se hallaban en la zona se dirigieron hacia el enkang de Obago. No siempre se realizaba una adopción y para muchos sería la única vez en su vida que presenciaran la ceremonia de adopción, por parte de un laibón, de un muchacho del poblado.

El grupo de Ikoneti llegó por la mañana temprano donde se encontraba Obago. Éste le recibió en las puertas de su enkang, junto a toda su familia. Tras los saludos respectivos, Obago acompañó a Ikoneti y a Makutule al interior de su choza. Cuando entraron en ella, la disposición de los distintos utensilios que utilizaba Obago para su labor diaria no había variado lo más mínimo. Obago se dirigió hacia un extremo de la choza y cogió un collar de cuentas azules, similar al que él llevaba colgado en su cuello. También cogió un cuerno de gerenuk, o antílope jirafa, y se dirigió a Makutule, Se colocó frente a él, en medio de la choza y le dijo:

-¡Makutule! Con este collar comienzas a ser miembro de la familia Obago. El collar de cuentas azules sólo lo porta la familia Obago. Y con el cuerno del gerenuk, que posee ntasim (magia) profundizas en la pertenencia a nuestra familia. Sólo los miembros más cercanos de la familia Obago lo poseen.

Obago le colocó el collar alrededor del cuello y dijo:

-Con este gesto te adopto como hijo.

Makutule estaba paralizado por la emoción. A pesar de saber lo que significaba el ritual, o quizá justamente por eso, no era capaz de mover un solo músculo. Simplemente atendía a todo aquello que ocurría a su alrededor.

Obago pasó a describirle como debía usar el ntasim -la magia- que le estaba entregando:

Gerenuk o Antílope Jirafa
Cuernos de Gerenuk
-Debes aprender a usar el cuerno de gerenuk, no sólo a llevarlo encima. Debes dejarlo que "vea" por tí. Si algo malo como un enemigo se aproxima, debes sostener el cuerno hacia el atacante, o soplar sobre él en la dirección del enemigo. Si hay un peligro en el suelo, como puede ser una serpiente, debes quitarte el collar y pasártelo alrededor de las piernas por dos veces. Si quieres algo de un hombre, apunta a su espalda con el cuerno sin que él te vea, y entonces pídele lo que quieras. Con este cuerno, ningún hechicero te dañará, ni siquiera el Wakamba, que es el más fuerte de los hechiceros.

Al llegar a este punto, Obago hizo una pausa. Miró al que iba a ser su hijo a partir de esa mañana y le preguntó:

-¿Sabes lo que hay en el interior del cuerno?

Makutule sacudió la cabeza en señal de negación. Estaba tan asombrado con todo lo que le estaba contando Obago, que ni siquiera acertaba a pensar alguna de sus curiosas preguntas. Obago prosiguió:

-En su interior hay una muy poderosa ntasim -magia-. Está formada por dos cosas. Una bola de pelo encontrada en el interior del estómago de un león. Y el hueso molido de la cabeza de una cobra. A lo que he sumado las raíces de dos arbustos para mi ntasim de sanación. -Obago aumentó la seriedad en su mirada- Esta ntasim no debe ser usada frívolamente, pero tampoco tienes porque esconderla. Todo el mundo reconocerá por el collar y por el cuerno que tú eres un Obago.

Con ello acababa la parte íntima de la ceremonia. Salieron de la choza, y tras recibir los vítores de la gente que se había reunido comenzaron los cánticos y los bailes.


Por la tarde, Makutele recibió el aviso de que Obago le esperaba en la Manyatta. Fue acompañado a la misma por un hijo de Obago, el que le había venido a avisar, Nyange. En el trayecto le preguntó:

-¿Para qué me quiere Obago?

-Falta la última parte de la ceremonia. -contestó Nyange.

-Yo creí que la ceremonia ya se había hecho esta mañana.

-La de adoptarte sí. Ahora falta presentarte al resto de la comunidad.

-¿Al resto? -preguntó Makutele sorprendido.

-No te preocupes. Ya lo verás. -le tranquilizó Nyange.

Cuando llegaron a la manyatta y entraron, Makutele vio a Obago sentado en su taburete, que era redondo y bajo. Estaba a la izquierda de la puerta de entrada. Ocho ancianos estaban sentados en círculo alrededor de él. Nyange se sentó a la derecha de Obago. Todos habían estado bebiendo y Obago tenía una gran calabaza que contenía naisho (hidromiel) y sus ojos estaban inyectados por haber disfrutado varias veces de dicha ambrosía. Con la lengua algo estropajosa, invitó a Makutule a sentarse a su izquierda, tirando de él de forma afectuosa y pasándole la calabaza que contenía el naisho. Makutule bebió un sorbo, más por no despreciar el ofrecimiento de su nuevo padre que porque realmente tuviera algún tipo de atracción hacia el brebaje.

Obago se dirigió a los ancianos y dijo:

-Hace muchos años yo vi que esto ocurriría. Vi que un niño soñaría con el futuro. ¡Yo lo soñé! Yo vi, además, paz para esta manyatta. ¿Soy o no soy Obago? Y ahora este niño está aquí. -afirmó rodeando con su brazo derecho a Makutule- Y no habrá daño para la manyatta.

Obago se inclinó hacia Makutule, acercó el collar y el cuerno de gerenuk a su boca y los escupió para bendecirlos. Después le hizo a Makutule una seña que éste no entendió muy bien. Nyange salió a su rescate, susurrándole:

-Quiere que hagas tú la misma acción.

Cogió el collar y el cuerno de Obago y escupió sobre ellos.

-¡Bien! -exclamó Obago, poniéndose en pie.

Al mismo tiempo, se pusieron en pie todos los que estaban en el interior de la manyatta, y salieron afuera. Había una gran multitud de Maasai que se había ido agrupando poco a poco en el exterior mientras había durado la ceremonia dentro del recinto. Obago se dirigió a ellos:

-¡De ahora en adelante Makutule es mi hijo! ¡Y todo el mundo en el lugar sabe que lo es! Y eres, Makutule, del clan Lukumai. Cuando Makutule vino, ninguno le conocía, ni sabía de donde era. Ahora yo le conozco y vosotros le conocéis. Le llamé aquí porque sé que es mi hijo. Soy yo quién lo traje. Ha cogido mi calabaza para beber naisho, luego no bebe solo. Por tanto, es mi hijo, ¿es verdad? -preguntó, dirigiéndose a los ancianos que habían estado dentro de la manyatta con él.

-¡Es verdad! -respondieron éstos al unísono.

-Y no quiero que él lo olvide o que yo me olvide de ello. Este es mi nkidong. Mi nkidong bendice por todas partes, hijos y ganado, ahora y dondequiera que sea.

Makutele estaba algo avergonzado de ser el centro de la atención. No sabía cómo tenía que comportarse, si tenía que decir algo o callar. Nuevamente fue Nyange quién vino en su auxilio.

-Tranquilo, ya estamos acabando. Tú solo siéntate y mira.

Así lo hizo Makutule. Obago comenzó a usar su calabaza nkidong, escupiendo en su interior y agitándola, para después lanzar las piedras que había en su interior y de esa forma predecir el futuro. Hizo muchas predicciones a lo largo de esa tarde, unas buenas y otras no tanto. Al final, la asamblea de ancianos terminó al atardecer con sus bendiciones y un coro sincopado de "Ngai, Ngai" (Dios, Dios), al que Makutule terminó uniéndose.

Y así acabó la ceremonia de adopción.


Queridos amigos de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Hemos asistido a uno de los ritos más tradicionales y raros en el pueblo Maasai. Ésto es así porque las adopciones dentro del pueblo Maasai, aunque son frecuentes entre miembros del mismo clan, son muy raras entre miembros de distintos clanes. Y si la adopción es llevada a cabo por un laibón, es excepcional que el individuo adoptado no pertenezca a su misma familia o su misma estirpe, dentro de los distintos grupos en que se divide la sociedad Maasai. Por eso, este episodio debía ser tan largo y detallado.

Y con este episodio rematamos el 2016. Pero las aventuras de Makutule, de su hermano Lengwesi, de Obago, de Ikoneti y de todos los demás miembros Maasai que iremos conociendo, seguirán acompañándonos en el próximo 2017. Hasta entonces, deseando que la entrada en el Nuevo Año sea favorable a todos vosotros, me despido cordialmente.

Nos vemos en la red.


jueves, 8 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Cap 34: El origen legendario del pueblo Maasai

Afueras de poblado Maasai, en plena sabana africana

Ikoneti salió de su poblado, acompañado por sus dos hijos, Lengwesi y Makutule. Aún quedaba un tiempo para que la tarde decayera, pero Ikoneti quería vivir con sus hijos un momento único, tal como hizo su padre con él, hacía tanto tiempo. Ikoneti iba recordando por el camino como su padre le cogió aquel día de la mano, cuando estaba a punto de cumplir siete años, y lo sacó de la boma donde vivía con su madre y sus hermanas.

-¿Dónde vamos, papa? -fue su pregunta.

-Ya lo verás. -respondió su padre.

Anciano Maasai

Su padre era parco en palabras. Solía hablar poco. Pero lo poco que hablaba era suficiente para que todos obedecieran. Su padre era uno de los ancianos más respetados en el poblado Maasai. Recordaba como defendió el derecho de los Maasai sobre la caza del león en sus tierras frente a los invasores que venían de lejos. Recordó cómo habló al resto de los ancianos del poblado del valor y de la gallardía del Maasai respecto al resto de los pueblos, incluso del recién llegado del este, del hombre blanco. Ellos tenían unas lanzas que escupían fuego a distancia. ¿Qué valor tenía eso? Podían matar a la fiera de lejos. ¿Era eso ser guerrero?
Familia de leones en la reserva del Maasai Mara. Kenya

Ikoneti sonreía mientras recordaba cómo su padre encogió el alma de todos los ancianos de la tribu al recordarles la lucha de todos sus antepasados y el origen de los Maasai, ese origen que ahora iba a contar a sus hijos.

Sus hijos. Los miró con amor y con tristeza. ¿Qué camino tomarían? Aún eran pequeños, habían cumplido seis y siete años. Estaban yendo a la escuela de la misión, dónde les enseñaban a leer y escribir. Les enseñaban a valerse por sí mismos en el mundo que se imponía y que lanzaba sus tentáculos, llegando hasta aquella remota aldea Maasai. Era el progreso. Así lo llamaban. Él prefería llamarlo el fin, la destrucción de toda una cultura.
Escuela en Tanzania

Por eso era importante comenzar a enseñar a sus hijos las costumbres Maasai. Los orígenes, de dónde provenían, el porqué de sus ritos y ceremonias. Por eso ahora tocaba contarles porque Dios les quería como les quería. Como guerreros.

Por fin alcanzaron el sitio. Era la cima de una pequeña loma, alejada unos kilómetros de la aldea. Desde allí se podía divisar toda la gran llanura que se extendía hasta un conjunto de montes lejanos al poniente y si se miraba en dirección a levante había un único monte, con la cima nevada, que se distinguía levemente entre la bruma que lo cubría. Allí es dónde, en un primer momento, Ikoneti hizo que los niños miraran.

-Mirad la gran montaña que tenéis allá, a lo lejos.

-Sí, padre. -contesto Lengwesi, que era el más extrovertido. Makutule asintió con un movimiento de cabeza y ambos niños se quedaron fijos mirando el espectáculo del Kilimanjaro iluminado por los rayos del sol del atardecer.

-Allí vive Ngai, nuestro Dios. -dijo Ikoneti. Los niños lanzaron una exclamación de admiración- Por eso nosotros, los Maasai llamamos a esa montaña Oldoinyo Ngai, "La Montaña de Dios", y la adoramos como el hogar de Ngai.
Vista oeste del Kilimanjaro

Los niños seguían extasiados con la vista que ofrecía la montaña, que si de por sí era atrayente, al unirse a la historia que les estaba relatando su padre, ésta se volvía para ellos casi mágica.

Cuando los primeros grises del atardecer comenzaron a hacerse presentes, su padre les pidió que se dieran la vuelta y se sentaran en el suelo, para ver con tranquilidad la puesta de sol.

El sol, antes de desvanecerse en el horizonte, aumentaba de tamaño y adquiría unos tonos más ocres. Su luminosidad, que durante todo el día iluminaba la sabana, el poblado y a sus gentes, pasaba de forma paulatina del amarillo al ocre y de éste al rojizo intenso, semejando un inmenso plato de loza que terminaba desvaneciéndose en el horizonte.

Sentados cómodamente los tres en el suelo de la loma, el padre y los dos hijos, mientras disfrutaban del espectáculo del atardecer de la sabana, Ikoneti comenzó su relato.

-Queridos hijos. al principio de los tiempos el cielo y la tierra eran uno. Y ese uno era Dios. Y ese Dios era Ngai. Un buen día Ngai decidió separar el cielo de la tierra. Y viendo ambos, decidió vivir en la tierra, en Oldoinyo Ngai, la montaña que os he enseñado.

Los dos niños escuchaban atentamente. Ikoneti continuó su relato.

-Ngai es el Dios supremo. Pero puede manifestarse de dos formas. Como Ngai Narok, el Dios Negro, el Dios bueno, benévolo, el que nos cuida. Él nos trae las lluvias, las hierbas las hace crecer para que nuestros rebaños puedan pastar y para que nuestra comunidad pueda prosperar. Él se manifiesta en el trueno. Pero también puede aparecer de otra forma. En forma de Ngai Na-nyokie, El Dios Rojo y vengativo, que se muestra en los relámpagos, cuando caen sobre los árboles, los animales y las personas y los quema o, peor aún, los mata. Es el culpable de las sequías, el hambre y la muerte.

-Entonces, -se atrevió a preguntar Makutule- ¿Ngai es malo?

Ikoneti le miró, miró al horizonte y, extendiendo los brazos, le contestó.

-¿Crees que es malo Aquel que separó todo esto y que se dio para que nosotros podamos vivir de ello?
Guerrero Maasai contemplando el cráter del Ngorongoro

-Pero tú dices que es responsable de las sequías y del hambre y de la muerte. -insistió Makutule.

-Así es, porque todo surge de Él. Lo que me recuerda que debo contaros la segunda historia, que es sobre el origen de los Maasai, nuestro pueblo. Pero si no queréis...

Ambos niños comenzaron a protestar y a pedírselo en voz alta y cuando al alboroto bajo de volumen, su padre se dispuso a contarla.

-Pues bien. Ngai tenía tres hijos. Y un buen día les dio tres regalos.

-¡Alá! ¡Cuántos regalos! ¡Qué bien se lo pasarían! -dijo Lengwesi.

-No te equivoques. -le respondió su padre- Un regalo para cada uno.

Los rostros de los niños expresaron una pequeña decepción.

-El primero recibió una flecha. Y a partir de entonces se ganó la vida cazando. Son aquellos congéneres nuestros que viven de lo que cazan y recolectan en el bosque. Al segundo le dio una azada para cultivar la tierra. Esos debían curvar su espalda y romper la superficie de la tierra, hacer heridas en la piel de Ngai para sobrevivir, una atrocidad. Al tercero le dio un palo. Ya os imagináis para qué, ¿no?

-Para el ganado. -dijeron ambos niños al unísono.

-Sí, pero el tercero no lo entendía y preguntó "¿Qué puedo hacer con un palo, poderoso Ngai? No sirve como la azada ni como la flecha, solo ahuyenta a los animales". Y Ngai le contestó: "No para ahuyentar, sino para conducirlos en rebaños, mi querido Natero Kop, es el palo." Porque debéis saber que el tercer hijo se llamaba Natero Kop. Y es de ese tercer hijo del que descendemos todos los Maasai.

Una exclamación de admiración surgió de las gargantas de los dos niños.

-Por eso los Maasai somos los guardianes del ganado y tenemos derecho sobre los mismos. Por eso cualquier otra actividad para nosotros es inferior. Por eso, si rompemos la tierra, rompemos la piel de Ngai, de Dios. Por eso cuidamos de lo que Ngai nos encargó. Los animales, el ganado, nuestro ganado.
Pastores masaais cuidando su ganado

Un silencio casi sagrado se extendió sobre la loma, en medio de la sabana. La figura de los tres seres humanos, un adulto y dos niños, se recortaba en el horizonte mientras el sol lanzaba sus últimos rayos de atardecer, antes de ocultarse detrás de las lejanas montañas.

Al desaparecer el último rayo de sol, Ikoneti se levantó, cogió a sus dos hijos de la mano e inició el camino de regreso al poblado. Para Lengwesi y Makutule había sido una experiencia inolvidable. Habían pasado un atardecer con su padre en el que le había sido revelado el origen de su pueblo y la razón por la que eran tan distintos a otros pueblos con los que convivían. Y habían dado los primeros pasos en las costumbres y conocimiento de la sociedad Maasai de la que se sentían parte.
Maasai en la sabana, al pie de un volcán dormido

martes, 26 de abril de 2016

LCP XXI: LOS KARO. A LAS ORILLAS DEL RIO OMO


Queridos amigos. Tras algún tiempo, volvemos a retomar nuestro viaje, volvemos a surcar el río Omo, en el suroeste de Etiopía y hoy vamos a entrar en contacto con una nueva tribu, con un nuevo pueblo que vive en sus orillas. 

En este mapa el pueblo Karo
viene con el nombre "KARA"
En este caso, es literal. Porque el pueblo al que hoy conocemos vive literalmente en sus orillas. Se trata del pueblo Karo. Se asienta en la orilla izquierda del río Omo, a mitad de su trayecto, donde el río forma amplios meandros que dan lugar a orillas fértiles que permiten una agricultura y una ganadería  mucho más pujante que en las zonas más alejadas a este y oeste de la corriente fluvial. Pero, me estoy adelantando. Por el momento, sepamos que el pueblo Omo corresponde al tronco de las lenguas omóticas, y está emparentado con el pueblo Hamer, al que ya veremos más adelante, en próximas entregas, y al pueblo Dassanetch, al que vimos en las últimas entregas.

Se trata de una pequeña población, que no llega a superar los 1.000 individuos, con dos núcleos de población importantes: Dous y Korcho, y que se dedican principalmente a la agricultura. ¿Por qué? Dejemos que Molu, el anciano Karo nos lo cuente.

Molu estaba sentado a la entrada de la choza. La noche era cálida. La estación seca había empezado hacía poco. Pronto tocaría recoger la cosecha de sorgo que se había sembrado hacía ya dos meses. Los granos estaban llegando a su punto justo de maduración y con ello se podrían obtener muy buenos beneficios, no sólo alimenticios, sino también económicos. Parte de esa cosecha iría destinada a ser cambiada por cabras de tribus vecinas y así poder pagar la dote de su hijo. ¡Ah, su hijo! De pronto, el anciano karo bajó la mirada del cielo estrellado y miró frente a él. Vio a un grupo de niños jugando. Uno de ellos era su nieto. No le llegaba siquiera a la cintura. Pero era vivaracho. Le alegraba con su risa, su vocecita y su media lengua. Tardó en aprender su nombre: Molu. "Olu, Olu" decía. Pero al fin, lo consiguió. Y Molu, el anciano karo sonrió ese día, orgulloso de esa segunda generación que había dado a la madre naturaleza.
De pronto, su nieto se acercó.
-Molu. -le dijo mientras se echaba a sus brazos.
-Dime, leoncillo. -era el apodo cariñoso que usaba Molu para dirigirse a su nieto.
-Cuéntame cómo surgió nuestro pueblo.
-Pero si ya te lo he contado miles de veces. -protestó el anciano.
-¡Anda! -suplicó el niño con ojos entornados- Quiero oírlo otra vez.
-¿Seguro que no te vas a aburrir? -preguntó el abuelo con una sonrisa pícara en la cara.
-¡Seguro! -gritó el niño, enderezando todo su cuerpo, poniendo su cara frente a la del anciano. Éste le miró orgulloso y le dijo:
-De acuerdo. Allá va.
Y mientras Molu se disponía a contar la historia del pueblo karo, su nieto se acurrucó en sus brazos y se dispuso a escuchar el origen de su pueblo. Molu comenzó a hablar:
-Hace mucho, mucho tiempo, nuestro pueblo era pastor. Teníamos rebaños de cabras y de ovejas. Grandes rebaños.
-Y de vacas. -añadió el nieto. Molu sonrió.
-Sí, y de vacas. Además, como el resto de los pueblos que nos rodean, practicábamos lo que llamamos nomadeo. Íbamos de un sitio a otro buscando los pastos mejores para nuestro ganado. Y descubrimos una zona que era tan buena, tan buena en pastos que nos quedamos mucho tiempo.
-Las montañas, ¿verdad?
-Sí, las montañas. Fíjate si sería buena zona, que no sólo vivíamos nosotros allí, sino que también vivía el pueblo Hamer, nuestros vecinos, con los que nos llevamos tan bien. Pues estuvimos allí durante mucho tiempo compartiendo los pastos, como si fuéramos todos de una misma familia. De vez en cuando se nos perdía alguna que otra cabra, pero fíjate qué curioso que a los dos o tres días volvían.
-Y no ibais a buscarlas, ¿a qué no?
-No, qué va. -se rió Molu- Siempre volvían. Y no hacíamos el menor caso. Hasta que el clima empezó a cambiar. Y empezó a ser más seco. La tierra empezó a no ser suficiente para todos y a uno de nosotros se le ocurrió seguir a las cabras. ¿Y sabes lo que descubrió?
-Sí. Pero cuéntalo tú, anda. -le suplicó a Molu su nieto.
-Que había un gran río a la falda de las montañas y que allí había pastos suficientes para todos, para los Hamer, para nosotros, para todos. Y nos pusimos en camino. Nosotros ocupamos la orilla izquierda de ese gran río, los Hamer se fueron un poco más allá. El caso es que nuestro pueblo estaba gozando de un auténtico paraíso hasta que llegó el desastre. Los animales empezaron a morir. Primero fueron unos pocos. Se quedaban como atontados, atolondrados. Luego medio dormidos. Por fin, morían. Y perdimos todo el ganado. Vimos que ahí no podíamos tener ganado. Trajimos más ganado y pasó igual. ¿Qué podíamos hacer?
-¿El qué? -preguntó el nieto con los ojos muy abiertos. Molu sonrió al verle tan sorprendido.
-¿Qué? Esta parte no te la sabes, ¿eh?
-No. -dijo contrariado el niño- es que no me acuerdo de todo. -y puso cara de enfurruñado.
-No te preocupes. Llegará el día en que te acuerdes de todo. Atiende.
-Nuestro ganado se moría. No podíamos tener más ganado. Las tierras de alrededor más sanas estaban ya ocupadas. No nos quedó otra que aprender a cultivar la tierra. Aprender a hacer que creciera el sorgo, el maíz, las alubias. Y de esa manera salimos adelante. Con el producto de estas tierras pronto salimos del atolladero. No sólo sirvió para que nos alimentáramos, sino que además lo podíamos intercambiar con nuestros vecinos por otras cosas como cabras, recipientes de barro, utensilios que necesitáramos y un montón de otras cosas. Y hasta hoy. ¿Qué te parece, mi leoncillo?
-¿Sabes? Me hubiera gustado ser de los que descubrieron el río.
-Y a mí, mi leoncillo. Y a mí. -Molu se quedó mirando el firmamento.

Queridos amigos. Hasta la próxima entrega. Nos vemos en la red.


jueves, 14 de mayo de 2015

LAS CRISIS DE EDAD (II): UN ANCIANO DE 40 AÑOS


Cuando el hombre estaba asediado por las enfermedades, cuando podía acabar en las garras o en las fauces de las bestias con las que compartía el hábitat, cuando congéneres suyos de otra tribu distinta podían acabar con su vida, era muy raro que superara los 30 años de vida. En esos tiempos lejanos al que llegaba a los 40 años se le consideraba anciano y, por ende, sabio. Había vivido mucho para alcanzar esa edad. Había sobrevivido muchas lunas para llegar a ser tan viejo. Había arrastrado muchos peligros para conseguir ser de los últimos, sino el último, de su generación y ahora tenía la sacrosanta tarea de transmitir toda su sabiduría, todo lo que había vivido, a los más jóvenes. Para que estos aprendieran. Para que cuando se hallaran ante las mismas circunstancias supieran qué hacer, cómo salir del atolladero que el destino ponía ante ellos. Para que no se vieran como el viejo anciano de la tribu se vio porque nadie le había advertido, nadie le había enseñado.





Y esta enseñanza la impartía el anciano, el anciano de 40 años, alrededor del fuego, en las noches de invierno, dentro de la cueva, o en una tienda hecha con pieles de los animales cazados por los adultos de la tribu. El crepitar de las llamas, el baile de las sombras que se proyectaban en las paredes de la cueva, el olor que desprendía la madera quemada, todo ello contribuía a que en la mente de los pequeños quedaran impresas las imágenes del relato que el más anciano de su grupo les contaba. Miles de años antes que los griegos inventaran la filosofía, y descubrieran que una de las mejores formas para aprender es el diálogo entre alumno y maestro; miles de años antes que Homero escribiera su narración de la guerra de Troya, a partir de la cual cientos de generaciones han ido sumando nuevas narraciones; ya el hombre, un humilde Homo sapiens, junto al fuego, en el interior de una cueva, sabía que una de las mejores formas de transmitir la propia experiencia es el diálogo y la narración. Porque, en realidad, lo que transmitimos es experiencia. Propia o ajena. Vivida o prestada. Practicada o estudiada. Pero experiencia, al fin y al cabo.

¿Y por qué la transmitía este anciano de 40 años? ¿Para que los más jóvenes aprendieran? Por supuesto, no cabe duda. ¿Porque ya sabía todo? Posiblemente no. ¿Porque prefería quedarse en la aldea a ir en la partida de caza con los adultos? Seguramente no. Entonces, ¿por qué transmitía su saber a los más jóvenes?

La respuesta es dramática. El anciano transmitía sus conocimientos porque no se perdieran con su muerte. El anciano se sentía morir. No porque se sintiera enfermo, o porque tuviera una herida o una lesión que fuera mal, no, nada de eso. Simplemente veía que había perdido un montón de capacidades. No salía en la partida de caza porque no podía seguir al resto. Se quedaba rezagado. Iba perdiendo vista y oído. Uno del grupo tenía que estar al tanto de él. Suponía una rémora en la partida de caza. ¿Dónde era útil? ¿Dónde podía pasar sus últimos años? ¿Qué cualidad, qué habilidad poseía que fuera más útil para el grupo? Su gran capacidad de retentiva. Su extraordinaria memoria. Y su supervivencia. Era el último de su generación. Había visto crecer a todos los de su alrededor, y todos, en mayor o menor medida, le tenían cariño. Por eso era él el que se encargaba de contar las historias de la tribu a los más pequeños. Y aunque no era el líder, cargo que ostentaba uno de los individuos adultos, a él recurrían para pedir consejo cuando los problemas acuciaban y no encontraban una solución adecuada a la situación en la que se encontraban en ese momento.


Este anciano, cuando moría, a los cuarenta y pocos años de edad, se sentía satisfecho de haber vivido una vida plena. De niño, había jugado con sus amigos y había escuchado las historias que le había contado el más anciano de la tribu. De adolescente había tenido sus primeros escarceos amorosos, y había acompañado a los mayores en las salidas de caza. De joven había sido integrado en el círculo de los adultos, había participado en las partidas de caza, había escogido pareja y tenido descendencia. De adulto, había formado parte del grupo influyente de la tribu, podría haber participado en alguna que otra escaramuza con tribus vecinas, e incluso con suerte podría haber liderado el grupo durante un tiempo más o menos largo. Por último, al hacerse mayor, habría cedido el testigo a los que venían detrás de él y se habría dedicado a enseñar a las generaciones futuras la historia de la tribu, como legado que pasa de generación en generación. También les habría enseñado su experiencia, con sus aciertos y sus errores, para que pudieran aprender de ellos. Y así, una noche, con el manto de las estrellas sobre su cabeza, el anciano de la tribu habría sonreído y cerrado sus ojos.