La primera vez que tuve
conocimiento del pueblo bosquimano fue en mi infancia. En mis manos cayó una
revista para niños, llamada “Aguiluchos”, que contaba historias de África, de
sus pueblos, y de unos misioneros, concretamente los Combonianos, que
dedicaban su vida a evangelizar a la gente de África. Y junto al Evangelio, se
ocupaban de hacer prosperar las comunidades y de defender sus derechos frente a
los explotadores, ya fueran autoridades locales o representantes de las
potencias colonizadoras cuya única meta era lucrarse y asegurarse un cómodo
retiro en las metrópolis de donde provenían. Sería largo de contar, y nuestra
entrada de hoy pretende comenzar un relato de los Sam.
Los sam, o bosquimanos, “bushmen”
(hombres de bosque, de maleza) como les llamaban los colonos ingleses, los
descubrí, como decía antes, en uno de los reportajes de Aguiluchos. Se trataba
de un grupo humano que vivía en una de las zonas más extremas del planeta, en
el desierto del Kalahari.
¿Y dónde está el
Kalahari? El Kalahari es un desierto que ocupa gran parte del territorio de dos
países vecinos del sur de África, Bostwana y Namibia. Se trata de un desierto
arbustivo. ¿Una contradicción? No, en absoluto. Es una de las zonas más
desoladas y con menos recursos para la vida del ser humano, sólo superado quizá
por algunas zonas del Sáhara y del desierto de Taklamakán, en China. Así me lo
presentaba el reportaje. Cuando más adelante fui recopilando más datos sobre el
Kalahari, descubrí que se trataba de una sabana semidesértica, repleta de
arbustos espinosos, con algún baobab salpicando el paisaje de vez en cuando.
Durante la estación seca, la temperatura puede alcanzar los 50ºC, y la sequía
es extrema. La estación de las lluvias, que da algo de respiro al ambiente, va
de finales de agosto a diciembre.
Sin embargo, el reportaje me describía a los sam, o bosquimanos, como seres míticos. Se trataba de hombres menudos, no muy altos, enjutos, el rostro aplanado, con ojos rasgados, párpados ligeramente hinchados que le dan a su mirada una intensidad difícil de encontrar, y con un pelo rizado y corto que cubre una cabeza redondeada. Pero si la descripción del aspecto nos dejaba en la imaginación la figura de un ser mítico, más aún se intensificaba esa imagen cuando se describía sus enormes facultades físicas y su sabiduría.
Los sam eran
cazadores-recolectores. Sabían extraer el veneno de unos coleópteros, de unas
especies de escarabajos, que era muy potente y sabían untarlo adecuadamente en
la punta de sus flechas. Cazaban con arco y flechas. Se acercaban lo más
posible a su presa, que podía ser un óryx u otro tipo de antílope, y disparaban
su flecha que iba a clavarse en el cuerpo del animal. No importaba dónde. Y no
importaba porque ahora venía el lance de caza que más asombro me producía, y me
sigue produciendo al día de hoy.
Comenzaba la persecución del antílope. No importaba la velocidad del mismo. El sam, mediante los rastros de sangre y las huellas que dejaba el animal, lo perseguía. Y se ponía a correr tras de él como un fondista, como un atleta de maratón. Sólo que, a diferencia del maratoniano, que recorre 42 km en tres, cuatro o cinco horas, el sam, el bosquimano, era capaz de recorrer el doble o el triple de esa distancia y mantener el ritmo de la persecución 24 o 48 horas. Mantener el ritmo de la persecución el tiempo necesario para que el veneno se distribuya por el torrente sanguíneo del animal, produzca su efecto ponzoñoso, y caiga agotado. Agotado por el efecto del veneno, y agotado por la gran resistencia y persistencia de un ser cinco o seis veces más pequeño que él, y que ha sido capaz de derrotarle en esa gran carrera que ocurre, y ocurría, todos los días en el planeta Tierra: la carrera por la supervivencia, la carrera por la Vida.
Nos quedamos con esta imagen,
la de un hombre menudo, enjuto, que armado únicamente de un arco y unas
flechas, es capaz de abatir a uno de los seres, uno de los antílopes, más
poderosos del lugar donde vive, de su hábitat.
Hasta la próxima entrega.