La
tasa de mortalidad operatoria en las intervenciones ginecológicas es baja,
inferior al 1% [1]. La tasa de complicaciones asociadas a la cirugía varía
entre el 0,2y el 26% [2]. Son más frecuentes en la cirugía oncológica o cuando
la anatomía está distorsionadadebido a infección o a endometriosis. El factor
más importante, que determina el éxito de su tratamiento, es el reconocimiento
precoz de las complicaciones. Por ello, es tan importante la observación
sistemática y cuidadosa del post-operatorio, particularmente: pulso, presión
sanguínea, función respiratoria, temperatura, diuresis y hemograma.
La histeroscopia es una técnica endoscópica
desarrollada para la visualización directa de la cavidad uterina y el canal
endocervical mediante la introducción de una óptica y un medio de distensión.
Dentro de sus complicaciones, la más frecuente es la perforación uterina, cuya
frecuencia varía de 0,76% a 1,4% [3]. Puede aparecer tanto en el proceso de
dilatación cervical como durante la utilización posterior del resector
histeroscópico, de forma mecánica o como injuria eléctrica.
La perforación uterina tiene una tasa del 1,1-4,5%
en los distintos estudios científicos. Por tanto, su tasa promedio es del 2,7%.
En la serie de Jansen [4], la tasa de perforación es del 4,5% en el tratamiento
de las sinequias, del 0,8% en la miomectomía y del 0,4% en la polipectomía.
La rotura uterina es la solución de continuidad de
la pared uterina en el útero. La rotura completa se considera cuando existe un
desgarro hemorrágico de la pared uterina, de bordes anfractuosos y de dirección
variable. La solución de continuidad incluye el peritoneo visceral, miometrio y
membranas ovulares. Es preciso distinguirla de la dehiscencia uterina, que
consiste en una disrupción asintomática de la incisión uterina previa,
descubierta en el momento de la laparotomía [5]. El diagnóstico se realiza habitualmente
por laparotomía al observar la disrupción de la pared uterina. En situaciones
estables con una sospecha diagnóstica se podría valorar el segmento uterino
mediante ecografía abdominal [6].
Enfermedad Pélvica Inflamatoria (EPI)
La enfermedad pélvica inflamatoria es una de las
infecciones graves más frecuentes e importantes en las mujeres no embarazadas
en edad reproductiva.
El diagnóstico de la EPI es fundamentalmente
clínico y, para ello, es fundamental la sospecha del cuadro por parte del
sanitario. La mayoría de los casos de EPI se debe a infecciones producidas por
gérmenes de transmisión sexual [7], por eso los factores de riesgo se comparten
con las infecciones de transmisión sexual (ITS). Otros factores de riesgo para
desarrollar EPI, independientes de ITS, son las maniobras endouterinas
diagnóstico/terapéuticas (como la inserción de un dispositivo intrauterino
(DIU), histerosalpingografía o histeroscopia), historia previa de EPI y
vaginosis bacteriana, al producir ésta la disrupción de la protección del canal
endocervical. La llegada de los microorganismos a la pelvis, por tanto, se
puede producir vía linfática, hemática o ascendente. La vía más importante es
la última [11].
La
EPI es un síndrome clínico que engloba la patología infecciosa del tracto
genital superior; generalmente resultado de una infección ascendente desde el
endocérvix, pudiendo llegar a afectar en su evolución al endometrio
(endometritis), miometrio (miometritis), trompas (salpingitis), ovarios (ooforitis),
parametrios (parametritis) y peritoneo pélvico (pelviperitonitis) [8]. La EPI
generalmente es de origen polimicrobiano, por lo que son muchos los
microorganismos involucrados en su desarrollo. Se pueden distinguir:
Microorganismos de transmisión sexual como
Neisseria gonorrhoeae, Chlamydia trachomatis y Mycoplasma genitalium.
Microbiota del tracto genitourinario femenino, es
decir, los gérmenes aerobios-anaerobios facultativos tipo Streptococcus spp,
anaerobios como Bacteroides spp, y otros de más reciente descubrimiento, como
Atopobium vaginae.
Patógenos respiratorios como Haemophilus
influenzae y Streptococcus pneumoniae.
Existen varias formas de presentación clínica que van desde los cuadros subclínicos o silentes hasta los cuadros graves de peritonitis difusa, que ponen en riesgo la vida de la paciente. Los síntomas más frecuentes de EPI son [9]:
Dolor pélvico: es el síntoma guía. Suele
referirse al abdomen inferior, típicamente bilateral, y ser poco intenso y
persistente. La infección por Chlamydia suele ser más indolente que la
infección por Neisseria gonorrhoeae, pero produce mayor lesión tubárica
residual.
Sangrado uterino anómalo (SUA): puede ser
poscoital, intermenstrual o sangrado menstrual abundante. Aparece en mayor
medida en los casos de infección por Chlamydia.
Leucorrea: aparece en el 50% de los casos; suele
ser una manifestación inicial de cervicitis. Generalmente es purulenta.
Dispareunia: dolor relacionado con cualquier
actividad sexual, sobre todo con el coito.
Fiebre: presente en la mitad de los casos,
generalmente en forma de febrícula. Puede aumentar tras la movilización uterina
(exploraciones ginecológicas, relaciones sexuales…).
Clínica digestiva: las náuseas y vómitos son
infrecuentes y suelen limitarse a los cuadros graves con pelviperitonitis.
Las mujeres con endometriosis no solo tienen mayor riesgo de desarrollar una EPI, sino que esta puede ser más grave y complicada. El tejido endometriósico facilita la propagación bacteriana al funcionar como medio de cultivo. La EPI en estos casos suele ser refractaria al tratamiento y requiere de procesos invasivos [12].
El diagnóstico de esta entidad se sustenta en base
a la existencia de dolor pélvico y la presencia de alguno de los siguientes
criterios mínimos:
Dolor a la movilización cervical.
Dolor a la palpación anexial.
Dolor a la movilización uterina en el tacto bimanual.
Los criterios menores, que aumentan la
especificidad, son:
Temperatura oral > 38ºC.
Leucorrea mucopurulenta.
Abundantes leucocitos en la toma endocervical.
Elevación de la eritrosedimentación (VSG) o la
reacción en cadena de la polimerasa (PCR) y/o leucocitosis.
Finalmente, existen una serie de criterios específicos de EPI:
Hallazgos por pruebas de imagen: principalmente
ecografía transvaginal o tomografía axial computarizada (TAC)/resonancia
magnética (RMN) que muestran cambios inflamatorios de las trompas o de los
ovarios, líquido en trompas de Falopio, abscesos/masas tubo-ováricas o
hiperemia en estudios doppler.
Biopsia endometrial con evidencia histopatológica
de endometritis.
Hallazgos laparoscópicos compatibles con EPI,
considerados el Gold standard, puesto que son definitivos. Si los hallazgos no
son macroscópicamente objetivables, pero persiste sospecha clínica de EPI se
recomienda realizar una biopsia de las fimbrias tubáricas. La laparoscopia como
prueba diagnóstica se debe dejar reservada para casos graves dudosos o que no
respondan al tratamiento.
La EPI se puede clasificar de diferentes formas [14]:
o Según su evolución clínica: Aguda, crónica y
subclínica.
o Según su etiología: Exógena o endógena.
o Según estadios clínicos: se permite establecer la
gravedad y el pronóstico de la infección y orientar el tratamiento a realizar.
ESTADIO I: Salpingitis aguda sin pelviperitonitis.
ESTADIO II: Salpingitis aguda con pelviperitonitis.
ESTADIO III: Salpingitis con formación de abscesos
tubo-ovárico.
ESTADIO IV: Rotura de absceso tubo-ovárico.
Causante de peritonitis difusa.
Se debe iniciar tratamiento antibiótico empírico,
que debe ser precoz y de amplio espectro, ante toda paciente con sospecha de
EPI. El tratamiento se basa en las siguientes premisas fundamentales:
Siempre se deberá cubrir Neisseria gonorrhoeae y
Chlamydia trachomatis.
La duración total del tratamiento será de 2
semanas.
Independientemente de la vía de administración
del tratamiento antibiótico, se recomienda asociar medidas generales como
analgesia, antitérmicos, hidratación
y reposo en todas las pacientes. El tratamiento i.v.
se indica en los casos que requieran hospitalización, y en los estadios graves,
como el III y el IV.
Se asociará cobertura frente a gérmenes
anaerobios (con metronidazol) por su alta prevalencia en los siguientes casos:
Absceso pélvico.
Detección de Trichomonas vaginalis o vaginosis
bacteriana (si se dispone ya de muestra microbiológica).
Antecedente de instrumentación ginecológica en
las 2 o 3 semanas previas.
En todas aquellas pacientes que requieran ingreso
hospitalario. Los criterios de hospitalización son:
o Embarazo.
o No pueden excluirse otras causas de emergencia
quirúrgica.
o Falta de respuesta al tratamiento vía oral o
ambulatorio.
o Intolerancia al tratamiento vía oral.
o Imposibilidad de seguimiento de la paciente.
o Compromiso del estado general.
o Presencia de abscesos pelvianos.
o Inmunodeprimidos (HIV, Diabéticos,
trasplantados).
Cuando se obtengan los resultados microbiológicos
se ajustará el tratamiento, sabiendo que el resultado del cultivo vaginal solo
condiciona la adición de metronidazol al tratamiento antibiótico.
El tratamiento quirúrgico, preferiblemente por vía
laparoscópica, queda reservado para casos severos, pacientes hemodinámicamente
inestables, con sospecha de rotura del absceso tubo-ovárico y para los casos de
no mejoría con el tratamiento establecido [10]. Está dirigido básicamente al
drenaje del absceso tuboovárico y del absceso pélvico. Se puede realizar por
laparotomía o por vía laparoscópica. Se realizarán adhesiolisis, drenaje de los
abscesos si existiesen y lavado abundante de la cavidad abdominal.
Se considera que el uso de la laparoscopia de forma
rutinaria no es viable ni recomendable. Su uso queda reducido a los casos en
los que el tratamiento no resulta efectivo y cuando hay un alto índice de
sospecha con pruebas negativas [13]. En aquellos casos que cumplen con
criterios quirúrgicos, los resultados de la cirugía fueron favorables en la
mayoría de las pacientes, con una tasa de reconversión a laparotomía y de
reingreso bajas (9,8%).
Los siguientes son los criterios del abordaje
quirúrgico:
Rotura de abscesos (estadio IV de la enfermedad).
Persistencia de abscesos tubo ováricos luego del
tratamiento con antibióticos.
No mejoría de la paciente a pesar del tratamiento
antibiótico.
Persistencia de fiebre luego de 72 horas de tratamiento antibiótico.
Recidivas o reinfecciones repetidas de episodios
de EPI.
Entre las complicaciones agudas, se ha descrito
hepatitis, apendicitis y, la más severa, la rotura del absceso tuboovárico. La
rotura de absceso tubo-ovárico, puede comprometer la vida de la paciente por
producir una peritonitis severa que puede provocar un shock séptico. Se asocia
a una mortalidad entre 6% y 15% [15]. Otra secuela importante es el dolor
pélvico crónico, que es secundario al hidrosálpinx y a las adherencias. Es
recomendable en estos casos programar una laparoscopía para precisar el diagnóstico
y realizar el tratamiento apropiado, ya sea salpinguectomía en los casos de
hidrosálpinx y/o la liberación de las adherencias pélvicas en el caso de
síndrome adherencial.
BIBLIOGRAFÍA
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