Hoy toca viajar al principio de nuestros 2.000 años. Iremos al siglo I y II de nuestra era. Y voy a hablar de una serie de escritos que no los conoce casi nadie, salvo aquellos que se dedican a su estudio. Se trata de unos textos que proceden de los llamados Padres Apostólicos. Estoy seguro que a muchos les sonará más eso de los "Padres Fundadores" de los Estados Unidos de América, que el título de "Padres Apostólicos". Una pena, pues son algo así como los "Padres Fundadores" de la cultura occidental. Sí, ahora se me echarán encima todos aquellos que digan que me olvido de la civilización grecorromana, que es la auténtica base de nuestra cultura. Pues no y sí, no me olvido de dicha cultura grecorromana, sobre todo si aceptamos extremos como la esclavitud, la guerra, las diversiones donde corra la sangre a raudales (gladiadores, lucha con fieras, cacerías, etc.), Y sí, sí me olvido porque creo que nuestra civilización actual tiene mucha más base en los principios que empujaron a ese puñado de hombres y mujeres de principio de nuestra era, que en los principios grecorromanos. Pero me estoy desviando del libro.
Los Padres Apostólicos son precisamente los discípulos de los Apóstoles de Jesús de Nazareth. Aquellos más punteros, que se convirtieron en obispos de distintas ciudades, entre ellas Roma, y que sucedían a dichos Apóstoles y representaban a Jesús en la tierra. Cuidaban de las comunidades nacientes, pocos años antes instituidas. Se puede decir que fueron la segunda generación de dirigentes cristianos que trataron de mantener viva en todo momento las creencias y las doctrinas que les fueron transmitidas por los Apóstoles.
San Clemente I, de Roma |
Uno de ellos es Clemente de Roma. Existe una tradición que hace de él un seguidor de San Pedro, y de los más fieles, tanto es así que es el propio San Pedro, antes de morir en la colina Vaticana, el que le nombra su sucesor, y tiene que empeñarse en ello, pues Clemente parece ser que fue renuente a aceptar el obispado de Roma, y más que el obispado, aceptar ser digno sucesor de San Pedro. Otros lo identifican con Clemente de Filipos y con Clemente de Alejandría. Sin embargo, parece ser que predomina el parecer de que Clemente era romano, de una familia acomodada, incluso perteneciente a la nobleza. Cuando oye las predicaciones de San Pedro, se convierte, abandona la vida de riqueza que lleva y se vuelve un seguidor incondicional del apóstol. Por fin, acaba sus días durante la persecución que llevó a cabo Domiciano contra los cristianos.
Clemente posee una carta a los Corintios y una segunda carta que es más bien una homilía y que no se tiene claro si es suya o no. En la carta a los Corintios les recrimina el que haya habido divisiones entre ellos, por creer en unos estafadores que, diciendo que predicaban las doctrinas de Jesús, se levantaron contra el obispo de Corinto y sus ayudantes. Como vemos, ya en esta primera época había disensiones en el seno de lo que podríamos considerar como Iglesia naciente o Iglesia primitiva, pues durante este tiempo la primacía de la sede romana no estaba en absoluto definida.
San Ignacio de Antioquía |
Después de Clemente nos encontramos a Ignacio de Antioquía. Fue discípulo del apóstol San Juan, y fue condenado, durante la persecución que se dio en tiempos de Trajano, a morir devorado por las fieras en Roma. Por tanto, custodiado por los soldados romanos que fueron a prenderle, inicia camino desde Antioquía, en Siria, a Roma, en la actual Italia. Durante su camino va siendo asistido por los grupos cristianos de las poblaciones por las que va pasando, y va escribiendo una serie de cartas a los creyentes de las ciudades de Éfeso, Magnesia, Trallia, Filadelfia, Esmirna, la propia Roma, y al obispo de Esmirna, Policarpo. En estas cartas se destacan dos cosas. La fe de Ignacio en la existencia del más allá, junto a Cristo resucitado, y el honor que siente al mantenerse fiel a Cristo y no traicionarlo, aunque ello le cueste la vida. Si uno lo lee de forma detenida puede pensar dos cosas: o que está ante un demente, o ante un Santo, capaz de dar la vida por sus creencias. Tanto es así que en una de sus cartas pide a sus hermanos en la fe que no le ahorren ni un segundo del suplicio (iba a ser devorado por las fieras) dándole una muerte más rápida, que no se apiaden de él, pues el morir sufriendo como lo hizo Jesús de Nazareth para él constituye un honor.
San Policarpo de Esmirna |
Policarpo de Esmirna, también es obispo, mártir y también tiene una epístola, dirigida a los filipenses. Policarpo constituye el eslabón entre el apóstol Juan e Ireneo de Lyon, permite la transmisión de la doctrina lo más "pura" posible, para que posteriormente Ireneo pueda "luchar" frente a las tendencias que iban surgiendo a final del siglo II y que hacían dudar de distintas afirmaciones sobre la divinidad o humanidad de Jesús que se venían haciendo desde la época de la predicación apostólica. Por otro lado, es el mismo Policarpo al que va dirigida la carta de Ignacio de Antioquía, que veíamos más arriba.
Tras la carta de Policarpo a los Filipenses, la editorial Ivory Falls Books añade un escrito titulado: "Carta de la Iglesia de Esmirna a la de Filomelio". En esta carta, se describe, de forma detallada, y se podría decir que hasta morbosa, el martirio que padeció Policarpo en Esmirna, cuando ya era un anciano, por no declarar al César como Dios y mantenerse firme en sus creencias en Jesús de Nazareth. Muere en la hoguera, después de haber sufrido tortura. Rayaba la edad de 80 años.
Lo que sigue a esta carta no es otro texto de un obispo mártir. Se trata, ni más ni menos, que de la "Didaché". Y aquellos que no estén familiarizados con el término preguntarán, ¿qué es la Didaché? Pues bien, se trata de la enseñanza de Jesucristo transmitida a los pueblos de la tierra por los Apóstoles. Consiste en un escrito, que llegó a alcanzar la categoría de libro del Nuevo Testamento, que se recomendaba para instruir a los catecúmenos, a aquellos que se acercaban a la predicación de los apóstoles y terminaban queriendo formar parte de ese grupo que tenía creencias como la existencia de un solo Dios, que su Hijo se hizo hombre para librar al hombre de la mayor esclavitud: el pecado; y que resucitó después de haber sido ejecutado por los romanos mediante la tortura de la crucifixión.
Pero no nos llamemos a engaño. La Didaché, a pesar de todo el peso doctrinal que posee, de la forma en que define los distintos usos de la liturgia de aquel momento, y de que termina haciendo una referencia a esos últimos tiempos en que vendrá nuevamente Jesús de Nazareth, no sustituye ni una coma de los evangelios, tal como hoy los conocemos. Me atrevería a decir más. La Didaché sería una orientación para la vida de un cristiano, pero la auténtica esencia del cristianismo está, en todo momento y en todo lugar, en los evangelios.
Hasta aquí, los textos más sencillos de leer, más atrayentes, en los que nos vamos a sentir más cómodos leyéndolos. Nos sorprenderemos de lo cercanos que nos suenan. Nos llamará la atención, si reflexionamos un poco, la poca diferencia que muestran respecto al ser humano de hoy en día. ¿A qué me refiero? Si leemos atentamente, e intentamos imaginarnos a esos hombres y mujeres de los primeros siglos de nuestra era, veremos que sus formas de pensar, de razonar no son tan distintas como las nuestras. Ellos explicaban la vida de una manera, discutían, disentían, se enfrentaban, se separaban, llamaban a la unidad, intentaban enseñar lo que creían verdadero e incluso eran capaces de dar la vida por sus creencias. Nosotros, en el mundo de hoy explicamos la vida de otra forma, pero nuestros comportamientos son muy similares a ellos. Quizá nos falte la pasión. La pasión que les llevaba a sentirse felices por entregar su vida a un ideal. ¿O quizás no?
Hasta aquí por hoy. No ha acabado el libro. Nos queda una segunda parte. Pero esa será la cuestión que nos permita hacer una nueva entrada, la próxima.
Mientras tanto, queridos amigos, nos vemos en la red.
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