En la última entrega de "Cuevas" dejábamos a un grupo de mozalbetes rompiendo unas piedras, concretamente unas estalagmitas, que les impedían atravesar un hueco que habían encontrado en una antigua mina.
Pues bien, nada más quedar libre el paso, nuestros protagonistas, ni cortos ni perezosos, se introdujeron por aquel agujero, que ahora sí les permitía acceder al interior de las entrañas de la tierra. Lo primero que encontraron fue una especie de túnel, con una pendiente pronunciada. La excitación de entrar en un lugar donde nadie antes había estado les hizo lanzarse al interior, prácticamente deslizándose como si se tratara de un tobogán. Al final del trayecto, les esperaba una enorme sala.
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Dibujo realizado por el autor |
La sala, que medía cien metros de larga, se alzaba a una altura de unos treinta metros. Los muchachos quedaron extasiados, y cuando sus ojos se fueron haciendo a la oscuridad reinante, comenzaron a distinguir las distintas formas que, gota a gota, el agua había esculpido a través de la roca. Estalactitas y estalagmitas habían ido formando columnas, bloques que parecían los tubos de enormes órganos, y formas caprichosas que hacían volar la imaginación de los chicos. Éstos empezaron a jugar, compitiendo por ver cuál era el más ingenioso a la hora de dar nombre a las distintas formaciones de roca que veían ante ellos.
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Dibujo realizado por el autor |
Tan absortos estaban en las distintas formas que adquiría la piedra que no se dieron cuenta de algo que también contenía la cueva. Hasta que oyeron un crujido proveniente de sus pies. Habían pisado algo y lo habían cascado. Miraron hacia donde provenía el sonido y distinguieron en la penumbra unos huesos. En un primer momento pensaron que pudieran pertenecer a algún animal que hubiera entrado en la cueva que acababan de descubrir y que, al no encontrar la salida, hubiera muerto de inanición. Uno de ellos, llevado de la curiosidad cogió uno de los huesos.
-¡Pedazo animal! Debía ser grande por el tamaño del hueso.
-¡Y tan grande! -respondió su compañero que se había quedado petrificado ante la visión que se ofrecía ante él- Mira ahí, ¿veis lo que yo veo?
Unas calaveras yacían en el suelo de la cueva, ante los chavales. Definitivamente no se trataba de ningún animal. Eran restos de seres humanos.
Los muchachos decidieron no proseguir la exploración de la cueva. Volvieron por sus pasos y salieron al exterior. Cuando volvieron al pueblo se lo contaron a sus padres y allegados. En un principio chocaron con la incredulidad de la gente. ¡Una cueva grande, hermosa y con restos humanos! Podía ser parte de la excusa de los pilluelos para justificar sus faltas a clase. La inventiva es muy fuerte en los chavales a esa edad. Pero hubo un fotógrafo y un médico de la localidad que les creyeron. O, al menos, pensaron que valía la pena descubrir si los chicos decían la verdad. Unos días después fueron a la mina, y entraron por el orificio que habían dejado libre los niños al romper las estalagmitas. Y comprobaron que lo que decían los chiquillos era verdad.
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Sala del Cataclismo (Cueva de Nerja) |
La noticia saltó a los medios de comunicación. La Delegación de Excavaciones Arqueológicas de Málaga tomó cartas en el asunto. Al descubrir la excepcionalidad de la cueva, comenzó a estudiarla, habilitando una entrada más fácil que la que usaron los chicos. Se empezaron los trabajos de mejoras y acondicionamiento. El 15 de junio de 1961 fue declarada Monumento Histórico Artístico. La Cueva de Nerja abría al público sus maravillas.
¿Y los chiquillos que protagonizaron esta aventura? Una escultura en piedra, a la entrada de las instalaciones, recuerda su hazaña. Una hazaña que comenzó un mes de enero de 1959, con un grupo de alegres mozalbetes que únicamente trataban de cazar murciélagos en un lugar de la sierra de Almijara. No imaginaban, ni por un momento, que ellos descubrirían la Cueva de Nerja.
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Entrada a la Cueva de Nerja |