domingo, 16 de octubre de 2016

LCP Cap. 39: EL LAIBÓN MAASAI. MUCHO MÁS QUE UN HECHICERO.

Calabaza en la que los Maasai recogen la sangre y la leche de las vacas, para su mezcla y su consumo.

Una vez que había obtenido la cantidad de sangre del buey que el laibón le había pedido, Ikoneti llamó a sus hijos.

-¡Lengwesi, Makutule! ¡Venid aquí!

Inmediatamente los dos niños dejaron la compañía de Mwampaka y corrieron hacia donde estaba su padre.

-Venid conmigo. Vamos a visitar al laibón.

Los niños se pusieron muy contentos. Iban a conocer a una de las principales figuras del poblado Masai. El Laibón es la principal autoridad religiosa, experto en rituales y proveedor de encantos y medicinas, además de consejero espiritual. Pero, sobre todo profeta, "veedor" tal como les gusta llamarse, del más allá; de aquello que va a suceder. Y, basándose en esas profecías, puede ayudar a su gente.

Laibón Maasai. 
También se ocupa de asesorar sobre la oportunidad de entrar en guerra contra las tribus vecinas, fabricar medicinas para proteger a los guerreros de las armas enemigas, autorizar las ceremonias de circuncisión y las correspondientes a los grupos de edad así como realizar los ritos de fertilidad, tanto para las personas como para atraer las lluvias. Ikoneti recordaba cómo, hacía varias generaciones, hubo un laibón que predijo la llegada de los europeos, la llegada del hombre blanco.

Ikoneti se dirigió junto con sus hijos hacia un enkang cercano. Los dos niños no habían estado nunca allí. A la entrada del enkang se encontraron con un hombre anciano, con el cabello cano, muy corto, sentado a la puerta de una de las chozas del mismo. Estaba atendiendo a una mujer Maasai. Esta, por lo que pudieron oír los niños, estaba consultando al anciano por problemas de fertilidad. No conseguía quedarse embarazada.

La mujer no lograba traer descendencia después de la boda, y ello le estaba causando problemas. No se le asignaban cabezas de ganado y estaba siendo relegada a un último lugar en el enkang de su marido. El anciano la estaba escuchando atentamente. Le hizo una serie de preguntas en idioma Maa, que es el idioma propio de los Maasai. Después del pequeño interrogatorio, extendió una piel de cabra entre ambos y cogió un cuerno de buey hueco, tapado en su base por un trozo de cuero y comenzó a agitarlo vigorosamente. Paró un momento y pidió a la mujer que escupiera en su interior. Ésta lo hizo tal como le pidió el laibón.

Ikoneti pudo observar que la mujer se había puesto sus mejores galas. Lucía grandes collares de cuentas colocados uno tras otro. Los brazos y los tobillos se encontraban ceñidos con gruesos filamentos de cobre a modo de pulseras. Enormes pendientes colgaban de los lóbulos de sus orejas, que aún no se habían alargado lo suficiente. Y su cabeza mostraba un color ocre, fruto de la mezcla de ese mineral con sebo de vaca, que había usado la mujer para resaltar su afeitado. Todo estaba previsto para causar la mejor impresión al laibón.
Mujer Maasai, luciendo sus collares, con profusión de cuentas, y los pendientes que provocan enormes dilataciones del lóbulo de la oreja.

El laibón volvió a agitar el cuerno de buey durante un momento y dejó caer su contenido. Una riada de piedras redondeadas de distintos tamaños y colores, claras, grises, oscuras, se esparcieron por la piel de cabra que se encontraba entre la mujer y el anciano. Éste miró fijamente la imagen que habían formado las piedras y, acto seguido, miró a la mujer. Sonrió.

-Tengo la solución para tus problemas. -le dijo.

A partir de ahí le fue detallando lo que debía hacer para volverse fértil. En ese momento, apareció un muchacho que le traía en un cuenco unas ramas y unas raíces. Machacó ramas y raíces en un mortero hasta que se transformaron en un polvo fino. Se lo dio a la mujer para su consumo, mezclándolo bien con líquido, bien con alimento. La mujer se marchó agradecida.
Panorámica del cráter del Ngorongoro en época de lluvias.

domingo, 9 de octubre de 2016

LCP Cap. 38: EL ORIGEN DE LA FUERZA MAASAI

Pastor Maasai en Tanzania.

Makutule y Lengwesi vieron como su padre se dirigía a uno de los muchachos que cuidaban el ganado.

-¡Mwampaka!

-Sí, padre. -contestó solícito el muchacho.

-Te presento a Makutule y Lengwesi. Mis nuevos hijos. -Los niños quedaron un poco retrasados, como avergonzados. No esperaban que allí hubiera otros miembros de la familia de Ikoneti- Quedan a tu cuidado. Les enseñarás todo lo que tienen que hacer para cuidar las vacas. Vendrán a partir de hoy todos los días, y se ocuparán de un puñado de ellas. Las pastorearan, las llevarán a las zonas más verdes, a los riachuelos más cristalinos, velarán porque no se pongan enfermas y porque sus terneros crezcan sanos. ¿Entendido?

-Sí, padre. -el rostro del muchacho no mostraba ninguna emoción en especial. Y sin decir nada más sobre el tema, añadió- Tengo el buey preparado. ¿Sacamos ya la sangre?

-Sí. -respondió Ikoneti- Y así aprenderán estos dos. ¿Queréis ver de dónde obtenemos nosotros toda la fuerza que nos hace tan poderosos? -les preguntó a los niños.

Los dos chavales afirmaron con la cabeza. Se habían vuelto un poco vergonzosos. Mwampaka les empezó a hablar:

-Venid conmigo. Yo os lo contaré.

Anciano y niño con su ganado, en las inmediaciones del P. N. del Masai Mara
Y los tres se adelantaron unos pasos. Ikoneti los siguió indolentemente. Mwampaka comenzó a narrarles cómo los Maasai obtenían toda la fuerza de la sangre de su ganado. Cuando uno de ellos estaba enfermo, agotado o después del rito de la circuncisión había quedado debilitado, se le daba a beber sangre de buey. Ésta le hacía que se recuperara rápidamente y que pronto volviera a ser el guerrero que era previamente. Normalmente era el laibón quien indicaba la necesidad de que el enfermo tomara la sangre del animal. El laibón es una mezcla de adivino, médico, consejero espiritual y sacerdote. Son aquellos que se ocupan de mantener y enseñar la religión tradicional dentro de la sociedad Maasai.

Llegaron al lugar donde se encontraba el buey. El animal estaba pastando tranquilamente, ajeno al rito del que iba a ser protagonista. Mwampaka miró a su padre de reojo, sonrió y se dirigió a los niños.

-¡Bueno! ¿Cuál de los dos le va a sujetar?

Los niños se quedaron de piedra. La alzada del buey superaba sus cabezas. De hecho, La punta de sus cuernos superaba la altura de Mwampaka. Tanto Makutele como Lengwesi empezaron a tartamudear.

-¿Nosotros?

-Sí. Si queréis ser pastores, tendréis que sujetar animales como éste. -los niños miraban a Ikoneti, el cual asentía con la cabeza. Ellos se veían impotentes. Mwampaka se divertía con la pequeña broma que les estaba gastando. Llamó a otro muchacho que estaba cerca, el cual llegó con un arco y una flecha.

-Bueno, pues si no os atrevéis, lo tendré que hacer yo. -los niños negaron con la cabeza. Mwampaka miró a su padre. Éste sonrió y nuevamente asintió, en este caso a Mwampaka, y este último les dijo a los dos niños- Fijaos bien.


Mwampaka se acercó al buey, por delante. Comenzó a hablarle de forma muy pausada, el buey levantó la cabeza y al ver que era él, volvió a bajar la testuz y siguió pastando. El muchacho le empezó a acariciar la giba y poco a poco se fue dirigiendo al cuello. Al mismo tiempo, su padre se iba colocando al otro lado del animal, a la altura de la cabeza. Cuando Mwampaka alcanzó la altura del cuello, rodeó éste con una correa de cuero, momento que aprovechó Ikoneti para agarrar fuertemente la cornamenta del bovino. Mwampaka ató fuertemente la correa al cuello del animal, de tal forma que enseguida se notó la yugular del buey bajo la piel. El muchacho que había llamado Mwampaka se colocó frente a la misma y lanzó la flecha a quemarropa, provocando un agujero en la piel del animal de donde brotó un chorro abundante de sangre.


Inmediatamente, Ikoneti dispuso la calabaza que llevaba debajo del chorro de sangre, esperó el tiempo que consideró adecuado, y cuando creyó que ya tenía suficiente hizo una señal a su hijo. Éste aflojó el nudo de la correa. La sangre dejó de brotar tan rápido y el muchacho del arco cerró la herida con un empaste que tenía preparado y que consistía en una mezcla de tierra y estiércol. Esa mezcla de tierra y estiércol hizo que se coagulara muy pronto la sangre y se cerrara la herida de tal forma que el buey no perdió más del litro o litro y medio que Ikoneti había extraído. Más o menos la cantidad que el laibón le había pedido para un muchacho de la aldea, que se encontraba enfermo.

Makutule se acercó al muchacho del arco.

-¿Cómo es la punta de la flecha?

-Mírala tú mismo, está hecha de madera, la punta la tiene roma, ¿sabes por qué?

-¿Así no penetra mucho?

-Premio para el niño listo. ¡Ikoneti! -llamó al padre- Tienes aquí a un curiosillo, que le gusta saber trucos, quizá fuera mejor que se lo dejaras al laibón para que le enseñara el oficio.

Ikoneti se volvió, vio la escena y sonrió. Ya se había dado cuenta que Makutule tenía una curiosidad superior al resto de sus hijos. Siempre andaba preguntando el porqué de las cosas. Quizá fuera verdad, pero mientras, deseaba que se hiciera un pastor, un guerrero y un Maasai.



viernes, 30 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap. 37: El ganado Maasai

Pastor Maasai con su ganado.

Ikoneti, seguido de sus dos hijos, llegó a una extensión amplia de terreno. Allí se encontraba un gran número de vacas, con sus grandes cuernos dirigidos hacia el cielo, que en aquellos momentos lucía un azul brillante.

Ikoneti empezó a señalar a cada una de ellas y a decir sus nombres. Los chicos, conforme Ikoneti iba llamándolas, quedaban admirados de la capacidad de su padre para retener el nombre de todos aquellos animales, y de la capacidad para reconocer a cada uno de ellos entre el resto del ganado.

Cuando Ikoneti acabó de recitar la retahíla de nombres, se acuclilló al lado de sus hijos.

-¿Estáis sorprendidos porque sé todos esos nombres?

-Sí, padre. -respondieron ambos chavales.

-Pues no os preocupéis, que vosotros también terminaréis sabiéndolos. Un buen Maasai conoce a cada una de las vacas de su ganado. Las reconoce por su voz, por el color y las manchas de su piel, incluso por el color de sus ojos. Y cuando seáis dueños de un rebaño tan grande como éste, vosotros mismos les daréis nombre.

Los niños estaban asombrados. Ikoneti se alzó y comenzó a avanzar hacia el rebaño. Makutule y Lengwesi le siguieron, como los patitos siguen a su madre para llegar a las aguas del estanque donde vivirán la siguiente etapa de su vida.

Cuando llegaron junto al rebaño, Ikoneti les preguntó:

-Mirad las vacas, fijaos. ¿Os llama algo la atención?
Ganado Maasai. Raza cebú. En la villa de Selenkay, en Kenya.

Ambos niños miraron atentamente las vacas. Éstas eran cebúes. La raza se caracterizaba por dos enormes cuernos, que se dirigen desde la parte alta de la cabeza hacia el cielo formando los dos brazos de una hipotética lira. También era característica la giba que poseían en la parte anterior del lomo, concretamente sobre los cuartos delanteros. Los chicos le destacaron esas dos características, pero Ikoneti les pidió que se fijaran con más detalle, que miraran con más minuciosidad.

-Todos tienen el mismo corte en las orejas. -dijo al cabo de un rato Makutule.

-Eso es. -le contestó su padre- Ése es el detalle que quería que os fijarais.

-¿Y por qué? -preguntó Lengwesi.

Observesé el corte en la oreja izquierda del animal.
-Es nuestra marca. -le explicó su padre- Aprendedla bien. Nuestras vacas, nuestro ganado siempre tendrá ese corte en la oreja. Por ese corte sabréis que una vaca es vuestra, y la podréis reclamar ante cualquiera que diga que es suya. Nadie podrá discutiros vuestro derecho sobre ella. Es la señal de nuestra casa.

Una exclamación de admiración surgió de la boca de ambos niños. Estaban aprendiendo en esa salida un montón. Ikoneti prosiguió.

-Las vacas nos dan todo en nuestra vida. Nos dan la comida. La leche, la sangre, el queso y, a veces, la carne. También usamos su estiércol como combustible, porque quema muy bien y dura mucho tiempo encendido. Lo usamos también para la pared de nuestras casas. Si mezclamos el estiércol de la vaca con la tierra, éste se volverá duro y hará que la pared de la casa sea dura, y no penetre el frío o el calor y se pueda vivir en ella. Las pieles de las vacas nos sirven para vestirnos, y para taparnos en las camas durante las épocas de frío. Nuestras manos no se cortan con el frío o con el trabajo duro gracias a su orina. Cuando vemos que se van a cortar, bien porque llevamos mucho tiempo a la intemperie, bien porque el frío se ha quedado muchos días entre nosotros, usamos la orina del ganado y nos lavamos las manos con ella, y vuelven a ser suaves, como si fuera el primer día de trabajo. Nuestras calabazas, donde guardamos la leche, y su sangre, se hacen de cuero curtido, de su piel. Y la mantequilla de nuestros rituales se obtiene a partir de su leche. Recordad, hijos, las vacas son todo para el Maasai.

Los niños escuchaban sin perder detalle todo lo que su padre les estaba contando. Ikoneti continuaba.

-Engai, nuestro Dios, nos concedió todo el ganado para cuidarlo cuando creo el cielo y la tierra. Por eso debemos tenerlo siempre con nosotros. Y no debemos dejar que sea maltratado, debemos defenderlo de las fieras, e incluso de otros hombres que no sepan cuidarlo, y podemos arrebatárselo y quedarnos con él. Pues Engai así nos lo permitió al hacernos los guardianes del ganado.

-Pero, -comentó Makutule- si otros hombres cuidan bien del ganado, no es necesario quitárselo, ¿verdad, padre?

Ikoneti le sonrió, como quién sonríe a alguien que aún no ha descubierto todos los entresijos de una madeja de hilo y se deja llevar solamente por su superficie.

-Querido Makutule. Cuando llegues a guerrero, cuando alcances el grado de Morani, que lo alcanzarás, te darás cuenta que nadie cuida mejor del ganado que los Maasai.
Jóvenes guerreros Maasai.

Makutule quedó apesadumbrado. No terminaba de entender. Y la respuesta de su padre no le había resuelto el problema que surgía en su cabecita infantil.

-Por eso, -siguió Ikoneti- a partir de ahora, vais a empezar a ser los dos pastores de mi ganado.

De pronto, la cara de Makutule se iluminó, Lengwesi que se había ensimismado con el pensamiento de ser guerrero, dio un respingo. Ambos niños empezaron a preguntar al padre tantas cosas que Ikoneti no tuvo más remedio que hacerles callar.

-Tranquilos, tranquilos. Os creéis que es como jugar. No, mis queridos hijos. No es un juego. Aquí vais a empezar a crecer como hombres.


domingo, 25 de septiembre de 2016

SI NO ESCUCHAN A MOISÉS Y A LOS PROFETAS, NO SE CONVENCERÁN NI AUNQUE RESUCITE UN MUERTO


De esta forma tan contundente acaba la parábola del pobre Lázaro y del rico que se lee hoy en todas las iglesias del mundo católico.

Y me resisto a hablar del rico “Epulón”, pues es un nombre inventado, ya que en el texto evangélico en ningún momento se nombra de ninguna manera al poseedor de tan inmensa fortuna en la tierra y tan desdichado destino después de su muerte. Simplemente sabemos que es rico, y que en su puerta se encuentra un mendigo que se llama Lázaro.

De esta parábola se puede hablar mucho, durante largo tiempo, y se pueden extraer un montón de reflexiones, obteniéndose un gran número de conclusiones. Pero esta vez me quiero referir sólo a una. A algo que ya había experimentado a lo largo de mi vida, a pesar que, como buen testarudo que soy algunas veces, solía rebelarme contra ello. Y se trata precisamente de lo que trata el final de la parábola. Cuando la gente, el ser humano, no quiere convencerse, nunca dará su brazo a torcer.
Sábana Santa de Turín. Imagen frontal.

Hace unos años, una persona me preguntó si creía que la Sábana Santa era auténtica o era otra estafa más dentro de la multitud de reliquias falsas que andan pululando por el mundo. Mi respuesta fue tan sincera como aplastante: “Quizá sea la reliquia más auténtica que exista pero el que yo crea o no crea en la existencia de Jesús como Hijo de Dios no depende de una prueba científica. De hecho, el que mi creencia en una determinada Fe o Religión dependa de una prueba científica pervierte dicha creencia.”

¿A dónde quiero llegar? A algo que ya decía Jesús hace 2.000 años. Y que es sumamente actual. Aquél que no quiera creer en algo, por muchas pruebas científicas que se le presenten seguirá sin creer. ¿Nos quieres decir, querido Jesús que es actual porque actualmente no creemos en un Dios? ¿No son aquellos fanáticos de un Dios, los del DAESH, los que la traen liada, los “culpables” de todo lo que está pasando?
DAESH. El fin de la foto es expresión gráfica del texto, no publicidad del grupo.

No. Mi visión no es tan estrecha. Mi reflexión no es tan corta. Es actual porque el hombre occidental del s. XXI no es que no crea en un Dios, es que no cree en unos valores que le hagan que a los pobres del s. XXI les permitan “saciarse de lo que caía de la mesa del rico” (Lc 16, 21). El mundo occidental, el primer mundo es el poseedor de la mayor parte de la riqueza de este planeta. Las fortunas más grandes, las sociedades más avanzadas, las rentas per cápita más altas, los sistemas de bienestar mejores se encuentran en nuestra parte del planeta. Somos los “ricos”, con gran diferencia, respecto del resto de la humanidad. Y como tal nos comportamos. Vestimos bien, gastamos nuestras riquezas, disfrutamos de nuestros niveles de vida. Hasta aquí no quiero que nadie vea una denuncia a ese nivel de vida.

Pero, sin embargo, cuando la parte de la humanidad más desgraciada, que sufre necesidad por guerra, cataclismos, o por nuestro propio enriquecimiento, nos pide ayuda, no solemos mover un dedo. Como sociedad, me refiero. Hay grandes esfuerzos a partir de organizaciones y personas particulares, pero como sociedad no movemos un dedo. Hagan una prueba. Durante siete días, en las conversaciones de sus círculos de amistades, simplemente lleven la cuenta de las veces que se habla del drama de los refugiados. ¿Una? ¿Tres? ¿Cinco? ¿O ninguna? Bastante tenemos con el día a día. Eso sí, si sale la foto de un niño lleno de sangre y de polvo, si hablaremos de ello, porque es impactante, es “espectáculo”. Así somos los seres humanos.
Niña refugiada en el puerto de Calais

Pero cuando alguien que realmente se da cuenta del infierno que se vive en los distintos lugares del mundo de dónde llegan los refugiados que llaman a las puertas del “primer mundo” y pide “que les dé testimonio de estas cosas” (Lc 16, 28) no solemos hacerle caso. O solemos hacerle caso los 3 minutos que dura el reportaje del telediario; o nos “solidarizamos” indignándonos con los dirigentes de los países que provocan todos estos hechos. Pero nada más. No nos movemos más. Nuestra movilización se limita a esos minutos del reportaje. Luego nuestra vida es nuestra y de nadie más. Como el rico de la parábola.

Entonces, alguien que aún cree en la capacidad de sorpresa de nuestro mundo. Alguien que aún cree que un golpe espectacular puede mover las conciencias dormidas del primer mundo. Alguien que aún cree que este primer mundo cree en los milagros y se maravilla con las cosas maravillosas. Alguien, en fin, que tiene algo de fe en raza humana, dice que “si un muerto va a ellos, se arrepentirán.” (Lc 16, 30). Entonces es cuando oirá desde el seno de Abrahán las palabras que encabezan la entrada de hoy:

“NO SE CONVENCERÁN NI AUNQUE RESUCITE UN MUERTO”

Refugiados sirios llegando a la costa de Mitilene

jueves, 22 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap 36: La madrugada de Lengwesi y Makutule.

Choza Maasai. Se pueden observar las paredes revocadas con excrementos de vaca. La techumbre esta realizada
con palos entrelazados y cubiertos con paja y otro tipo de hierbas secas.

Aquella mañana, Ikoneti llegó temprano a la puerta de la choza dónde vivían Lengwesi y Makutule.

-¡Mujer! -gritó desde la entrada- Dí a tus hijos que salgan.

A la llamada, más bien orden, del Maasai, salió una mujer, medio dormida, con los ojos entreabiertos, encorvada debido a la baja altura de la entrada, y mirándole, le preguntó:

-¿A qué vienen esas voces a estas horas de la madrugada?

-Hoy vienen conmigo a seguir su instrucción de auténticos Maasai.

-¿Y tiene que ser tan temprano? Están durmiendo aún y... -protestó la mujer.

-Sí. Deben estar preparados para todo, mujer.
Mujer Maasai construyendo su choza.

Ante la determinación de Ikoneti, la mujer desapareció en el interior de la choza. La choza la había construido con ramas, que había clavado verticalmente para formar el entramado de las paredes; barro, para ir tapando los entresijos entre las mismas; y excrementos de las vacas, con los que había cubierto todas las paredes de la choza, para conseguir un ambiente lo más aislado posible de los cambios de temperatura exterior que sufría la sabana africana. Para ese menester, le habían ayudado las otras mujeres de Ikoneti. El techo se había hecho de la misma manera, conjugando las ramas, paja e hierbas secas de forma que pudiera escaparse el humo del fuego que se prendía en el interior para caldear el habitáculo así formado. Los enseres eran sencillos. Los dos niños dormían sobre unas esteras de palos más o menos finos, que permitían cierta comodidad a sus jóvenes cuerpos. Su madre les despertó.

-Venga, gandules, que vuestro padre os espera a la puerta.

Los chicos se revolvieron en sus camastros, adormilados.

-No, mama, más tarde.

-Venga, levantaos. Ya sabéis que a vuestro padre no le gusta esperar. Vamos. -y sacudió sus cuerpecillos con las manos- Venga. Que me vais a hacer enfadar a mí también.

-Vaale. -respondieron los chicos. Levantándose y restregándose los ojos, se dirigieron a la puerta.

Cuando salieron al exterior, vieron la figura de su padre. Se proyectaba sobre el horizonte ese amanecer de forma soberbia. Alto, fuerte, todo su cuerpo denotaba la agilidad que después demostraba en la sabana. Esbelto, de facciones finas. Vestido con el manto rojizo a cuadros, que le rodeaba el torso. Llevaba el pelo afeitado. No le gustaban las trenzas que poseían otros Maasai. Otros miembros de su tribu se peinaban de forma complicada y decorativa, untándose de grasa y barro, tiñéndose el pelo de ocre rojizo. A Ikoneti le gusta ir afeitado. No se había dejado crecer el pelo desde que dejó de ser guerrero, hacía ya de eso varios años. Sí llevaba, en cambio, varios brazaletes repartidos en sus dos brazos y pendientes en ambos lóbulos de las orejas.

Ikoneti miró a sus hijos, sonriendo. Sentía una mezcla de amor y orgullo. El día anterior les enseñó el origen de su pueblo. Hoy les iba a comenzar a enseñar la forma de vida que debían seguir de ahora en adelante. Se dirigió a ellos.

-Venid conmigo. Hoy vamos a ver nuestro ganado.

Los chicos se alegraron, irrumpieron en gritos y saltos de alegría alrededor de su padre. Tanto alboroto formaron, que Ikoneti les tuvo que reñir.

-O estáis tranquilos, o volvéis a la choza.

Los chicos pararon. Sabían que su padre lo decía en serio. Su padre era justo, pero era también un padre muy severo. Y cumplía todo aquello que decía. Por lo que valía la pena obedecerle.
Enkang o Boma Maasai.

Salieron del cercado de la boma o enkang. El enkang o boma es la aldea básica en que suelen vivir los Maasai. Comprende a varias familias, y está constituido por unas diez o veinte viviendas aproximadamente, junto con un cercado o empalizada para encerrar el ganado. Todo el conjunto está rodeado por una valla de espinos de una altura cercana a los dos metros, bien intrincada, para evitar que pasen los animales salvajes.

Ikoneti con sus dos hijos, salió de la boma y se dirigieron hacia el horizonte, hacia dónde pastaba su ganado, el ganado de Ikoneti.
Pastor Maasai con su ganado