Pero después sale el sol. Empieza a secarte con sus rayos. También lo hace suavemente, así, sin hacerse notar. Al poco rato te sientes vivificado. Hasta agradeces que alguna nube cubra el lugar donde estás, pues ya alguno de los rayos del sol te molesta. El astro rey impone su ley. Pero el agua, convertida en vapor y elevada los cielos, intercede por los seres humanos que nos encontramos debajo de ese derroche de energía que constituye nuestra estrella más cercana.
De pronto, una vocecita, a tu izquierda, rompe la singularidad del momento.
-¡No me gusta! -con cinco años sabe ya de sobra expresar su malestar frente a aquello que no le apetece. Si se trata de una nueva comida, como era en ese momento, mucho más aún.
-Pruébalo. -la anima su madre- Verás como está bueno. Si es parecido a los berberechos que tanto te gustan. -ante la nueva negativa de mi hija, su madre insiste- A ver, ¿por qué no te gusta?
-No me gusta su textura. -dice la niña con decisión y convencimiento.
El padre, que soy yo, como digno representante de mi género, como el león al que ya le está molestando el juego continuo de los cachorros, o el gorila de espalda plateada que está cansado de las múltiples correrías de sus retoños algo más crecidos, responde, entre curioso y sarcástico:
-¡Sabrás tú lo qué es la textura!
Sin pensárselo dos veces, y de forma inmediata, la niña, la leoncilla, la pequeña cachorra de humano responde:
-¡Sí! La forma en cómo se siente en la boca.
Su madre y yo nos miramos. Hacía mucho tiempo que alguien no me dejaba parado ante una definición tan clara, precisa y categórica. A mi mujer le pasa tres cuartos de lo mismo. Ante la derrota profunda a mi intelecto, no tengo más remedio que reconocer su razón. Le digo a mi mujer, aún no repuesto de la sorpresa:
-¡Anda! Cuando quieras, vuelve.
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