sábado, 12 de noviembre de 2016

LCP Cap. 42: LOS DESPRECIADOS HERREROS MAASAI

Maasai cuidando de su ganado en las planicies del Serengeti

Ikoneti siguió con sus hijos ya de forma más relajada el resto del camino. Empezó a hablarles del ganado y de la importancia para el pueblo Maasai.

-Ya sabéis que para nosotros las vacas son muy importantes.

-Sí, padre. -contestaron ambos niños al unísono. Ikoneti había reducido el ritmo de sus pasos, para adecuarlo al del de los niños, de tal forma que los tres podían ir andando juntos y hablando de forma más o menos animada.

-Y que tenemos que cuidarlo mucho. -dijo Lengwesi.

-Sí, desde ya mismo. -siguió diciendo Makutule, que quería reconciliarse con su padre, después de su insistencia al hablar del laibón.

-Pues bien, debéis de saber que el rebaño y lo que procede de él es puro. Por eso las mujeres tienen prohibido ocuparse de él. Somos nosotros, los hombres los que debemos realizar todas las tareas que se refieren al rebaño. Sacarlo a pastar. Ordeñar las vacas. Obtener la sangre de los bueyes. Facilitar la monta. Ayudar al parto de los terneros. E incluso la elección de la vaca o el buey a sacrificar en las ceremonias y fiestas. Pero daros cuenta que he dicho la elección, no la muerte.

Matanza sacrificial Maasai de un toro blanco
-Pero padre, yo he visto cómo se mataba al buey, y cómo comíamos su carne después. -decía Lengwesi.

-Sí, pero no eran Maasai quién los mataba. Para matarlo, llamamos a individuos de otros pueblos, de otras tribus. Concretamente a los Doroto, para que sean ellos quienes los sacrifiquen, y que lo hagan siempre de forma ritual, de una determinada manera.

-No los matamos, pero nos lo comemos. No lo entiendo, padre. -dijo Makutule.

-Lo hacemos sólo en las grandes ceremonias. Y su comida es tan solo ritual. No lo hacemos de ninguna otra forma. Además, nunca se puede comer la carne junto con vegetales, y menos aún junto con leche.

-Hay que comerla sola, ¿entonces? -preguntó Lengwesi.

-Sí. -respondió Ikoneti- Y la leche. La leche hay que recogerla y conservarla en recipientes de madera, nunca en metal, porque el metal es impuro.

-Pero si las lanzas de los morani están hechas de metal. -señaló Makutule.

-Sí, pero las hacen los herreros, el clan más bajo de nuestro pueblo. Su ocupación es la más inmunda a la que se puede dedicar un Masaai. Por eso viven en aldeas separadas del resto de nosotros. Procurar no ser vecinos suyos, atraen la muerte. -los niños se quedaron boquiabiertos- La mujer que se casa con un herrero, tendrá hijos inválidos y acabará perdiendo la razón. Por eso mismo, suelen casarse solamente entre ellos.

Los niños estaban atemorizados por esto último que les había contado su padre. Éste, al darse cuenta del efecto que les había producido lo que les había contado, intentó suavizarlo un poco.

-Bueno, quizá haya exagerado un poco. Pero Ngai, nuestro Dios, nos dio la tierra, y el ganado, y la madera. No necesitamos del hierro. El hierro fue un invento que vino de fuera. Por eso se considera impuro, y por eso el clan más bajo de nuestro pueblo es el que se dedica a trabajar el hierro.
Herrero Maasai. Tanzania. 2011.

Una vez que los niños se habían recuperado de la impresión, y se habían tranquilizado con estas últimas palabras de su padre, le preguntaron.

-Pero si a los herreros se les considera impuros, ¿quién fue el que les escogió a ellos para que hicieran la labor del metal?

Ikoneti sonrió.

-¿Recordáis la historia del nacimiento del mundo que os conté ayer?

Los chicos dudaron un poco. Habían ocurrido tantas cosas, habían vivido tantas emociones en las últimas veinticuatro horas que les costaba recordar el principio de su enseñanza como Masaais. Por fin, Lengwesi se atrevió a responder:

-Era sobre Ngai, cuando nos dio todo el ganado para que lo cuidáramos.

-Sí. -saltó Makutule- Dio tres regalos a sus tres hijos, y a uno de ellos le correspondió un palo para conducir los rebaños, y de él procedemos nosotros.

-Muy bien. Veo que sois unos muchachos muy atentos y con buena memoria. Pues hay otra versión.

-¿Otra versión? -preguntó Lengwesi.

-Sí. -aclaró el padre- Otra forma de contarlo. En ella, la única diferencia es que al tercer hijo, al tercer ser humano se le da un martillo. Por tanto, es Ngai directamente el que los seleccionó para que trabajaran el hierro.

-Pero si Ngai los escogió, ¿por qué los consideramos impuros, padre? No lo entiendo. -preguntó Makutule.

Ikoneti sonrió. Esperaba esa pregunta. Iba conociendo ya a sus nuevos dos hijos. Y, de hecho, se hubiera sentido un poco decepcionado si Makutule no hubiera hecho algún comentario parecido.

-Makutule. En esa leyenda, Ngai da a escoger un palo de pastoreo, un arco y un martillo. El primero escoge el palo de pastoreo, y fuimos nosotros. El segundo cogió el arco, los cazadores. Y el tercero, al dejar a los demás escoger, al ser tan pusilánime, se quedó con lo que los demás no querían, el martillo. Makutule, no dejes nunca que nadie escoja por tí. ¿Has entendido? ¿Habéis entendido los dos?

-Sí, padre. -dijeron los dos niños al unísono.

-Ahora, sigamos adelante, que con tanta charla no vamos a llegar al rebaño en todo el día. -acabó Ikoneti, reanudando su marcha hacia el horizonte de la sabana.

Sabana africana. Serengeti.


sábado, 5 de noviembre de 2016

LCP Cap. 41: LA LEYENDA DEL PRIMER LAIBÓN


El sol se encontraba ya alto en el horizonte, e Ikoneti había adoptado un ritmo alto a su paso, por lo que los niños debían seguirlo sin descuidarse. No podían casi hablar entre ellos, pues si se paraban un momento, luego les tocaba correr un buen trecho, tanto era el terreno que les adelantaba su padre. Una vez pasado un rato, Makutule preguntó a su padre:

-¿Y el laibón sabía qué le pasaba a la mujer a través de las piedras?

-Puede ser. -la respuesta de Ikoneti fue no solo corta. El tono fue cortante. Sin embargo, Makutule no se arredró y volvió a la carga.

-¿Y solamente por el dibujo de las piedras en la piel de cabra podía saber cuál era el mejor remedio para los males de la mujer?

-Quizá. -Ikoneti contestaba de forma lacónica, y sin bajar el ritmo de la caminata. Había vuelto a la seriedad que le caracterizaba. Makutule aceleraba el paso para ponerse a su lado, dispuesto a preguntarle una vez más.

-¿Entonces basta con saber los dibujos de las piedras para aprender a ser un laibón?

-No. -Ikoneti iba acortando las respuestas e iba acelerando el paso. Lengwesi se acercó a Makutule.


-Le estás enfadando hermano. No creo que sea muy prudente que sigas preguntando.

-Pero es que me ha gustado todo lo que he visto, y ha dicho que nos iba a enseñar.

-¿Qué estáis cuchicheando? -preguntó Ikoneti en tono de enfado.

-Nada, -dijo esta vez Lengwesi- que nos ha gustado tanto la choza del laibón que nos preguntábamos si nos traerías alguna vez más.

Ikoneti se paró de repente. Todo su cuerpo se tensó. Los niños, que le estaban viendo desde la espalda sintieron un temor atávico, que les surgía desde el interior de su mente, fruto de las historias contadas por su madre sobre sus antepasados. Estaban ellos solos, en medio de la sabana africana, dos niños de pocos años frente a un adulto que les doblaba en tamaño y que tenía todos los músculos de su cuerpo definidos por años de duro trabajo con el ganado y al aire libre. Al final, Ikoneti respiró hondo, todo su cuerpo se relajó, se volvió hacia los niños, se acuclilló y les dijo:

-Hijos míos. Acercaros un momento. Os voy a contar el origen del laibón.

Y se dispuso a contarles la historia del primer laibón.

-Un día, dos de nuestros guerreros, uno del clan de Ilmolelian y otro del clan de Ilaiser, decidieron salir a cazar. Llevaban ya mucho tiempo de batida, y no conseguían nada. De pronto, descubrieron en el bosque a un niño que se encontraba solo. No encontraron a nadie en los alrededores a quién pudiera pertenecer el niño. No había signo de que hubiera habido presencia humana y, sin embargo, el niño estaba allí. El niño tampoco les daba ninguna pista de nada.

"Decidieron llevárselo al poblado. Al poco el guerrero del clan de Ilmolelian, que era quién realmente había descubierto al niño, tuvo que marcharse, y lo dejó al cuidado del otro guerrero, del clan de Ilaiser. Este guerrero lo cuidó como si fuera hijo suyo. Tanto es así que lo convirtió en su hijo, y lo educó como tal.

"Al cabo del tiempo, el muchacho demostró tener poderes maravillosos. Sacaba el ganado en tiempos de sequía y las vacas volvían bien alimentadas. Caía la lluvia y la hierba crecía en las tierras dónde el muchacho cuidaba el ganado. Después empezaron a darse cuenta de sus dotes para la curación, y por último de sus capacidades para ver el futuro. Este muchacho fue el primer laibón.

-¡Qué historia más bonita! -dijo Lengwesi.

-¿Y qué le pasó, padre? -preguntó Makutule.

-Pues que tomó a sus mujeres, tuvo hijos y éstos heredaron sus poderes, ¿entendéis? -Ikoneti hizo esta pregunta en un tono insinuante.

-¡Qué tienes que heredar esos poderes! -dijo Makutule.

-Que los heredan ellos solamente. -añadió Lengwesi entristecido.

-¿Cómo? -preguntó inmediatamente Makutule

-Eso es lo que os quiero hacer ver. -concluyó Ikoneti- El laibón hereda sus poderes, porque todos pertenecen al clan de Ilaiser. A nosotros nos está encargado el ganado, y vosotros, como yo, como mi padre, y como el padre de mi padre, deberéis ser buenos pastores y buenos guerreros. Pero laibón solamente se puede ser si se ha nacido en ese clan. Al resto de los clanes les está vetado.

-Pero, ¿por qué? ¿No hay ninguna otra forma?

-No. -dijo tajante Ikoneti.

-Pero padre, si yo quisiera...-insistió Makutule.

-Te deberías de olvidar. -cortó nuevamente Ikoneti- Tú serás pastor, morani, y maasai. Te casarás y tendrás hijos, como yo. Y pertenecerás al consejo del poblado, como yo, que es algo tan importante o más que el laibón.

-¡Vaya mier...

-¡Makutule! -riñó Ikoneti a su hijo.

-Sí, padre. -dijo con tono resignado el niño.
Padre Maasai con sus hijos pequeños. Arusha. 2011.

-Es mejor que sepáis desde ya lo que podéis y no podéis esperar de la vida. Vuestro lugar en ella y todo lo que os está permitido alcanzar. -Ikoneti miró a los niños. Quizá les estaba dando una lección demasiado compleja para su edad- Cuanto más tardéis en saber hasta dónde podéis llegar, más tardaréis en frustraros y más tardaréis en seguir adelante como auténticos Maasais. Y seáis pastores, morani, ancianos o laibón, por encima de todo quiero que no olvidéis nunca lo que sois. Sois Maasais.

-Sí, padre. -dijeron ambos niños.

-Y ahora vayamos al ganado, que os tengo que dar los primeros conocimientos sobre el ganado. ¿O os creéis que sólo los laibones tienen conocimientos?

sábado, 29 de octubre de 2016

LCP Cap. 40: LA HIERBA OLKILORITI

Interior de una choza Maasai

Cuando la mujer dejó a solas al laibón, Ikoneti, que se había mantenido en todo momento respetuosamente a una prudente distancia, se acercó:

-Obago. -así se llamaba el laibón, Ikoneti se había inclinado en señal de respeto- Aquí tienes la sangre que me pediste.

-Gracias, Ikoneti. -dijo Obago, y viendo a los dos niños, dijo- Hoy has traído a dos de tus hijos.

-Sí. Son los que empiezan la labor de pastoreo.

-Dos nuevos Masai.

-Así es. -dijo con orgullo Ikoneti.

-Entrad a mi casa. -les invitó Obago. Los cuatro entraron en la choza. Tras un momento de oscuridad, los ojos se acostumbraron a la penumbra que reinaba en la cabaña. Estaba cubierta casi por completo, con pequeños agujeros diseminados, por donde la luz del sol luchaba por entrar en forma de pequeños rayos que no servían del todo para iluminar suficientemente la estancia. Conforme se fue viendo, los dos niños empezaron a fijarse en todas las cosas que poseía el laibón. Hojas, raíces, plantas, pieles, cortezas de árboles.

-Bueno, déjame ver la sangre. -dijo Obago.

-Aquí la tienes. -respondió Ikoneti, entregándole la calabaza llena de la sangre del buey. Obago miró en su interior.

-Bien, bien. -se dirigió a un estante- Y ahora metemos esto... -hablaba para sí mismo cuando una vocecilla le sacó de su circunloquio.

-¿Para qué? -era Makutule. Ikoneti le miró con enfado. No se interrumpía al laibón mientras trabajaba. Su labor era muy importante. Y ahora estaba preparando una medicina para un muchacho de la tribu que estaba mal. Obago se sorprendió, miró con cara seria al chiquillo y éste se quedó algo cohibido. Lengwesi, que estaba acostumbrado a las preguntas a destiempo de su hermano, le dijo susurrando.

-Creo que has metido la pata.
Niños Maasai de aproximadamente la edad de los dos protagonistas del relato

Makutule miró a su padre y vio el enfado en su cara, tuvo la sensación de haber hecho algo grave. Volvió a mirar al laibón. Éste seguía mirándole con la cara sería.

-¿Quién lo pregunta? -dijo Obago, sin cambiar la cara. Ikoneti comenzaba a disculparse pero un leve gesto de la mano del laibón le indicó que callase, cosa que hizo al momento.

-Makutule. -dijo el niño.

-¿Y quién es Makutule para preguntar tal cosa? -continuó el laibón. Makutule quería que se le tragara la tierra.

-Soy Makutule, hijo de Ikoneti. -acertó a decir el niño. El laibón se acercó al niño, se acuclilló frente a él. Continuaba con la cara seria. Makutule miraba a su padre. Ikoneti tenía también cara seria. Lengwesi le hizo un gesto de no tener ni idea. Obago le dijo:

-No te he preguntado tu nombre, ni el de tu padre, niño, sino que quién eres. ¿Lo sabes?

Makutule estaba hecho un lío. Si no quería su nombre, ni el de su padre, ¿qué quería? No podía ser el que era pastor, pues no lo era. Ni que fuera un niño, pues eso cambiaría con el tiempo. Sólo podía ser una cosa. Makutule se estiró todo lo que pudo, para aparentar ser mayor y dijo con todo el aplomo del que era capaz.

-Soy un Masai.

Obago sonrió, se levantó de la posición de cuclillas en la que estaba y puso su mano sobre la cabeza de Makutule.

-¡Sí señor! ¡Eso es! -y dirigiéndose a Ikoneti- Tienes una buena pieza en este chavalillo. Y merece saber para qué mezclo la hierba olkiloriti con la sangre del buey.
Acacia nilótica. Productora de la llamada "goma arábiga", utilizada por los curanderos africanos como tónico y que podría estar emparentada con la olkiloriti

Obago se volvió a acuclillar delante de Makutule.

-Mira. Mirad los dos. -dijo, llamando también a Lengwesi que había quedado un poco retrasado- Mezclo la sangre del buey recién obtenida con la hierba del olkiloriti porque eso da más fuerza al muchacho al que le voy a suministrar esta poción. Un muchacho de nuestra tribu al que se le ha hecho la circuncisión se encuentra bastante enfermo, y no conseguimos que se recupere. Se ha intentado con alimentos fuertes para el cuerpo, pero nada. Ahora le vamos a dar sangre pura de buey, que le quitará todo el agotamiento que siente.

-¿Y la olkiloriti? -cortó Makutele. Ikoneti volvió a enfadarse. Obago rió abiertamente. Al acabar de reír, se dirigió al padre.

-Ikoneti, enseña a tu hijo a no hablar hasta que callen los mayores, sino tendrá grandes problemas en su vida.

-Sí, laibón. -fue la respuesta del padre.

-La olkiloriti, curioso Masai Makutule, servirá para limpiarle todo el tubo digestivo de la suciedad que pueda tener. Para dejarle limpio de todo aquello que pueda haberle producido la enfermedad. Y, además, le proporcionará las ganas para ponerse en marcha en su nueva etapa como morani. ¿Sabes lo qué es un morani, curioso Makutule?

El niño sonrió, y orgulloso de saber la respuesta, se irguió y dijo:

-¡Sí, señor! ¡Un morani es un guerrero Masai! Mi hermano y yo lo seremos tras nuestra etapa de pastor.

Obago volvió a reír abiertamente. Ikoneti también sonrió, enseñando su blanca dentadura. El ambiente se distendió más aún. Hasta Lengwesi le dio un pequeño pescozón a su hermano en el hombro y los dos niños comenzaron a reír. Al acabar las risas, Obago habló:

-Así es, pequeño Makutule. Y me da a mí que tú y tu hermano vais a ser unos auténticos morani. Compadezco al león al que vayáis a cazar. No tendrá ninguna posibilidad de escape.

Y de esta forma agradable y simpática, el padre y los dos hijos se despidieron del laibón, iniciando el camino a casa.
Guerrero Maasai observando el cráter del Ngorongoro desde lo alto de una de las crestas que formar la barrera natural de dicha sima volcánica.

sábado, 22 de octubre de 2016

DE PREMIOS NOBELES ANDA EL JUEGO

El camino de la vida. 1512-15, óleo sobre tabla. El Bosco
Por casualidad, me he puesto a leer un libro de Naguib Mahfuz, premio Nobel de Literatura de 1988. Ha sido por casualidad, debido a que es un libro que tenía recluído en una carpeta sobre libros históricos. Estaba dedicado a la figura de Akhenatón, el rey rebelde de la, creo, XXIII dinastía de los faraones de Egipto. Aquel que acabó transitoriamente con el culto a Amón y estableció el culto al plato solar, a Atón.
Llevado por la curiosidad del personaje faraónico, tras dos libros semi-aburridos de tipo histórico, sobre todo el último leído, aterricé en éste. Y el autor me sonaba bastante, pero no terminaba de ubicarle. Cuando leí el prefacio al libro y descubrí su autor, me llevé una gran alegría. Cuando, en el lejano 1988, oí la noticia de que se le daba a un árabe, que además era africano, el Nobel de Literatura me alegre un montón. Se hacía notar que África no era solo un continente donde las noticias que llegaban eran de guerras, hambrunas, masacres, violencia, dictaduras, etc. También en África había gente que valía la pena, gente que trabajaba, gente con valores, gente con talento.
Este año, 2016, en cambio. al oír el destinatario del Nobel de Literatura no supe si llorar o echarme a reír. La literatura es mucho más seria que enlazar cuatro rimas, por muy bien hechas que estén. La literatura es mucho más que lanzar cuatro gritos, chillidos o sonidos más o menos guturales o armónicos y convocar a multitudes que tarareen aquello que supuestamente tú has creado. La literatura tiene una finalidad mucho más profunda que la que se puede obtener de un slogan más o menos bonito acompañado de una música más o menos acompasada.
No puedo valorar a la persona a la que han premiado. Quizá hayan acertado. El tiempo lo dirá. Pero para mí, concretamente a mí, la Academia me ha decepcionado profundamente.
Escrito en el año de nuestro Señor de 2016, a 22 de octubre, en la festividad de Santa María Salomé.
La nave de los locos en llamas. 1505-15, tinta parda agrisada a pluma. Taller del Bosco

domingo, 16 de octubre de 2016

LCP Cap. 39: EL LAIBÓN MAASAI. MUCHO MÁS QUE UN HECHICERO.

Calabaza en la que los Maasai recogen la sangre y la leche de las vacas, para su mezcla y su consumo.

Una vez que había obtenido la cantidad de sangre del buey que el laibón le había pedido, Ikoneti llamó a sus hijos.

-¡Lengwesi, Makutule! ¡Venid aquí!

Inmediatamente los dos niños dejaron la compañía de Mwampaka y corrieron hacia donde estaba su padre.

-Venid conmigo. Vamos a visitar al laibón.

Los niños se pusieron muy contentos. Iban a conocer a una de las principales figuras del poblado Masai. El Laibón es la principal autoridad religiosa, experto en rituales y proveedor de encantos y medicinas, además de consejero espiritual. Pero, sobre todo profeta, "veedor" tal como les gusta llamarse, del más allá; de aquello que va a suceder. Y, basándose en esas profecías, puede ayudar a su gente.

Laibón Maasai. 
También se ocupa de asesorar sobre la oportunidad de entrar en guerra contra las tribus vecinas, fabricar medicinas para proteger a los guerreros de las armas enemigas, autorizar las ceremonias de circuncisión y las correspondientes a los grupos de edad así como realizar los ritos de fertilidad, tanto para las personas como para atraer las lluvias. Ikoneti recordaba cómo, hacía varias generaciones, hubo un laibón que predijo la llegada de los europeos, la llegada del hombre blanco.

Ikoneti se dirigió junto con sus hijos hacia un enkang cercano. Los dos niños no habían estado nunca allí. A la entrada del enkang se encontraron con un hombre anciano, con el cabello cano, muy corto, sentado a la puerta de una de las chozas del mismo. Estaba atendiendo a una mujer Maasai. Esta, por lo que pudieron oír los niños, estaba consultando al anciano por problemas de fertilidad. No conseguía quedarse embarazada.

La mujer no lograba traer descendencia después de la boda, y ello le estaba causando problemas. No se le asignaban cabezas de ganado y estaba siendo relegada a un último lugar en el enkang de su marido. El anciano la estaba escuchando atentamente. Le hizo una serie de preguntas en idioma Maa, que es el idioma propio de los Maasai. Después del pequeño interrogatorio, extendió una piel de cabra entre ambos y cogió un cuerno de buey hueco, tapado en su base por un trozo de cuero y comenzó a agitarlo vigorosamente. Paró un momento y pidió a la mujer que escupiera en su interior. Ésta lo hizo tal como le pidió el laibón.

Ikoneti pudo observar que la mujer se había puesto sus mejores galas. Lucía grandes collares de cuentas colocados uno tras otro. Los brazos y los tobillos se encontraban ceñidos con gruesos filamentos de cobre a modo de pulseras. Enormes pendientes colgaban de los lóbulos de sus orejas, que aún no se habían alargado lo suficiente. Y su cabeza mostraba un color ocre, fruto de la mezcla de ese mineral con sebo de vaca, que había usado la mujer para resaltar su afeitado. Todo estaba previsto para causar la mejor impresión al laibón.
Mujer Maasai, luciendo sus collares, con profusión de cuentas, y los pendientes que provocan enormes dilataciones del lóbulo de la oreja.

El laibón volvió a agitar el cuerno de buey durante un momento y dejó caer su contenido. Una riada de piedras redondeadas de distintos tamaños y colores, claras, grises, oscuras, se esparcieron por la piel de cabra que se encontraba entre la mujer y el anciano. Éste miró fijamente la imagen que habían formado las piedras y, acto seguido, miró a la mujer. Sonrió.

-Tengo la solución para tus problemas. -le dijo.

A partir de ahí le fue detallando lo que debía hacer para volverse fértil. En ese momento, apareció un muchacho que le traía en un cuenco unas ramas y unas raíces. Machacó ramas y raíces en un mortero hasta que se transformaron en un polvo fino. Se lo dio a la mujer para su consumo, mezclándolo bien con líquido, bien con alimento. La mujer se marchó agradecida.
Panorámica del cráter del Ngorongoro en época de lluvias.