Conjunto de chozas Maasai, en el interior de un Enkang o poblado. |
Cuando Obago y Makutule se acercaban al enkang que era su destino, el niño notó algo raro:
-Hay mucho silencio, ¿no, padre?
-Así es. -le contestó Obago- Está muriéndose el jefe del enkang, y están todos a la espera. Ni siquiera los niños tienen la algarabía normal. Se están preparando para el luto.
-Entonces, ¿qué hacemos nosotros aquí?
-Tranquilo, Makutule. Ya lo verás. Tú quédate junto a mí, y no pierdas detalle de todo lo que yo haga.
Obago y Makutule alcanzaron la puerta del enkang. Allí les esperaba un maasai, con su maza en la mano, vestido con la túnica a cuadros rojos. Tras los saludos rituales a Obago, les dirigió a una de las chozas. En el pequeño trecho, Makutule se sorprendió al cruzarse con la mirada triste de dos o tres niños. El resto de las personas que veía, estaban en la entrada de sus chozas, con un semblante serio.
Obago y Makutule se introdujeron en el interior de la choza seguidos por el maasai. Una vez que sus ojos se adaptaron a la penumbra que reinaba en el interior, pudieron ver la figura de un hombre tendido en un jergón. Se trataba de un anciano, como se podía adivinar por su pelo cano y las arrugas de su cara. Su mirada estaba clavada en un punto fijo del infinito.
-Aún respira. Por lo demás, creemos que ya ni oye, ni ve, ni siente.
Quién había hablado era el maasai que les había acompañado todo el tiempo.
-¿Eres tú el principal maasai del enkang después de tu padre? -preguntó Obago.
-Sí. Yo tomaré el mando cuando él muera. -respondió- Espero haberte avisado a tiempo.
-Lo has hecho. -le contestó Obago- ¿Sabes que vas a hacer una gran labor para toda la nación Maasai?
-Mi padre y yo siempre nos hemos sentido orgullosos de ser maasais, y de serlo hasta el último momento.
-¿Quieres estar presente? -le preguntó Obago.
-¿Es doloroso?
-No lo notará y es muy sencillo. Es sólo pinchar las ampollas.
-Entonces, estaré presente. -el semblante del maasai reflejaba seriedad y determinación.
Obago procedió a sacar una calabaza pequeña, junto con una espina de acacia. Los tres, Obago, Makutule y el hijo del moribundo se acercaron al anciano, el cual no movió un solo músculo. Obago comenzó el procedimiento. Con mucha delicadeza retiró la piel de cabra que cubría al anciano; acercó la boquilla de la calabaza a las ampollas que veía tenían mayor cantidad de pus, y las pinchó con la espina de acacia en un punto de tal forma que, al salir el pus, cayera sobre la boca abierta de la calabaza. Así, de manera meticulosa, fue recorriendo todas las partes del cuerpo del anciano que estaban al alcance, pues decidió no moverlo. Makutule y el maasai, hijo del moribundo, veían cómo Obago recogía delicadamente el pus de las ampollas en la pequeña calabaza, y cómo, pacientemente, iba de una parte a otra para no dejar un resquicio de piel sin inspeccionar.
Cuando Obago dio por terminado el procedimiento, había pasado bastante tiempo, y el sol estaba alto en el horizonte. Al salir de la choza, los rayos del astro rey les cegaron durante unos breves instantes. Una vez recuperados, Obago y Makutule fueron despedidos por el hijo a la entrada del enkang, e iniciaron su camino de vuelta a casa. Poco tardó Makutule en preguntar.
-De todas formas no lo entiendo. ¿Para qué queremos el pus de las ampollas? Es un moribundo. Le ha podido la enfermedad. ¿De qué nos sirve?
Obago sonrió. Esperaba la pregunta. Y le gustaba la forma directa en que la planteaba Makutule. Al muchacho le gustaba hacer las cosas sabiendo la explicación, no le bastaba con una simple afirmación o un simple "porque sí". Sabía que esta vez lo iba a tener más complicado para explicárselo.
-Porque con el pus del moribundo evitamos la enfermedad mortal. -dijo simplemente Obago.
-¿Qué? -preguntó Makutule incrédulo- ¿Cómo va a ser eso?
-¿A qué parece una barbaridad?
-De entrada, sí.
-Pues más barbaridad es lo que vamos a hacer con este pus. -Makutule le miró con semblante inquisitivo- Haremos arañazos en los brazos de los que no los tengan hechos antes esos arañazos y los untaremos con pequeñas cantidades de este pus.
-¿Cómo?
-Lo que me recuerda que tú no lo tienes hecho todavía. -dijo Obago divertido.
-Ni loco. -soltó Makutule en ese momento.
-Tranquilo. -intentó sosegar Obago a Makutule, que se había puesto a negar con la cabeza- ¿No quieres saber cómo funciona?
El muchacho había perdido toda la curiosidad. Obago, viendo que no se tranquilizaba, se paró y le señaló una marca en su brazo.
-Mira. Aquí está mi señal. Aquí me lo hicieron a mí. Soy uno de los primeros que lo recibí.
El muchacho se acercó a mirar.
-Tú... fuiste...
-¡Sí! Uno de los primeros. Y gracias a ello, aquí estoy. Ahora, ¿quieres saber cómo funciona?
Makutule seguía mirando la marca. Se había quedado embobado. Obago le sacó de su ensimismamiento.
-¡Vamos! ¡Makutule! ¡Qué te lo tengo que contar! ¿Quieres ser laibón o no?
El muchacho respondió de inmediato.
-¡Sí, sí! ¡Cuentámelo!
Y durante el resto del camino Obago le explicó la forma en que, al usar el pus de un enfermo agonizante, la enfermedad que se provocaba en la persona sana era mucho más leve, casi como una gripe y que, al pasarla, habían comprobado que la forma grave de la viruela, la que era capaz de matar a un hombre sano, ya no les atacaba. Hablando de todo esto, alcanzaron su enkang, rayando el atardecer africano.
-Entonces, ¿qué hacemos nosotros aquí?
-Tranquilo, Makutule. Ya lo verás. Tú quédate junto a mí, y no pierdas detalle de todo lo que yo haga.
Maasai con su maza y su túnica roja. Fotografía de Rita Willaert |
Obago y Makutule alcanzaron la puerta del enkang. Allí les esperaba un maasai, con su maza en la mano, vestido con la túnica a cuadros rojos. Tras los saludos rituales a Obago, les dirigió a una de las chozas. En el pequeño trecho, Makutule se sorprendió al cruzarse con la mirada triste de dos o tres niños. El resto de las personas que veía, estaban en la entrada de sus chozas, con un semblante serio.
Obago y Makutule se introdujeron en el interior de la choza seguidos por el maasai. Una vez que sus ojos se adaptaron a la penumbra que reinaba en el interior, pudieron ver la figura de un hombre tendido en un jergón. Se trataba de un anciano, como se podía adivinar por su pelo cano y las arrugas de su cara. Su mirada estaba clavada en un punto fijo del infinito.
-Aún respira. Por lo demás, creemos que ya ni oye, ni ve, ni siente.
Quién había hablado era el maasai que les había acompañado todo el tiempo.
-¿Eres tú el principal maasai del enkang después de tu padre? -preguntó Obago.
-Sí. Yo tomaré el mando cuando él muera. -respondió- Espero haberte avisado a tiempo.
-Lo has hecho. -le contestó Obago- ¿Sabes que vas a hacer una gran labor para toda la nación Maasai?
-Mi padre y yo siempre nos hemos sentido orgullosos de ser maasais, y de serlo hasta el último momento.
-¿Quieres estar presente? -le preguntó Obago.
-¿Es doloroso?
Ampollas de viruela. |
-Entonces, estaré presente. -el semblante del maasai reflejaba seriedad y determinación.
Obago procedió a sacar una calabaza pequeña, junto con una espina de acacia. Los tres, Obago, Makutule y el hijo del moribundo se acercaron al anciano, el cual no movió un solo músculo. Obago comenzó el procedimiento. Con mucha delicadeza retiró la piel de cabra que cubría al anciano; acercó la boquilla de la calabaza a las ampollas que veía tenían mayor cantidad de pus, y las pinchó con la espina de acacia en un punto de tal forma que, al salir el pus, cayera sobre la boca abierta de la calabaza. Así, de manera meticulosa, fue recorriendo todas las partes del cuerpo del anciano que estaban al alcance, pues decidió no moverlo. Makutule y el maasai, hijo del moribundo, veían cómo Obago recogía delicadamente el pus de las ampollas en la pequeña calabaza, y cómo, pacientemente, iba de una parte a otra para no dejar un resquicio de piel sin inspeccionar.
Espina de Acacia karoo |
Cuando Obago dio por terminado el procedimiento, había pasado bastante tiempo, y el sol estaba alto en el horizonte. Al salir de la choza, los rayos del astro rey les cegaron durante unos breves instantes. Una vez recuperados, Obago y Makutule fueron despedidos por el hijo a la entrada del enkang, e iniciaron su camino de vuelta a casa. Poco tardó Makutule en preguntar.
-De todas formas no lo entiendo. ¿Para qué queremos el pus de las ampollas? Es un moribundo. Le ha podido la enfermedad. ¿De qué nos sirve?
Obago sonrió. Esperaba la pregunta. Y le gustaba la forma directa en que la planteaba Makutule. Al muchacho le gustaba hacer las cosas sabiendo la explicación, no le bastaba con una simple afirmación o un simple "porque sí". Sabía que esta vez lo iba a tener más complicado para explicárselo.
-Porque con el pus del moribundo evitamos la enfermedad mortal. -dijo simplemente Obago.
-¿Qué? -preguntó Makutule incrédulo- ¿Cómo va a ser eso?
-¿A qué parece una barbaridad?
-De entrada, sí.
-Pues más barbaridad es lo que vamos a hacer con este pus. -Makutule le miró con semblante inquisitivo- Haremos arañazos en los brazos de los que no los tengan hechos antes esos arañazos y los untaremos con pequeñas cantidades de este pus.
-¿Cómo?
-Lo que me recuerda que tú no lo tienes hecho todavía. -dijo Obago divertido.
-Ni loco. -soltó Makutule en ese momento.
-Tranquilo. -intentó sosegar Obago a Makutule, que se había puesto a negar con la cabeza- ¿No quieres saber cómo funciona?
El muchacho había perdido toda la curiosidad. Obago, viendo que no se tranquilizaba, se paró y le señaló una marca en su brazo.
Cicatriz que dejaba la vacuna de la viruela |
-Mira. Aquí está mi señal. Aquí me lo hicieron a mí. Soy uno de los primeros que lo recibí.
El muchacho se acercó a mirar.
-Tú... fuiste...
-¡Sí! Uno de los primeros. Y gracias a ello, aquí estoy. Ahora, ¿quieres saber cómo funciona?
Makutule seguía mirando la marca. Se había quedado embobado. Obago le sacó de su ensimismamiento.
-¡Vamos! ¡Makutule! ¡Qué te lo tengo que contar! ¿Quieres ser laibón o no?
El muchacho respondió de inmediato.
-¡Sí, sí! ¡Cuentámelo!
Y durante el resto del camino Obago le explicó la forma en que, al usar el pus de un enfermo agonizante, la enfermedad que se provocaba en la persona sana era mucho más leve, casi como una gripe y que, al pasarla, habían comprobado que la forma grave de la viruela, la que era capaz de matar a un hombre sano, ya no les atacaba. Hablando de todo esto, alcanzaron su enkang, rayando el atardecer africano.
Atardecer en Maasailand. Fotografía de Robert Mark |