El enkang estaba lleno de tristeza. Conforme Obago se iba acercando a él, podía escuchar los lamentos y los lloros de las mujeres, los gritos de las plañideras y el rítmo sincopado de los cánticos de los hombres. Cuando llegó a la entrada del enkang fue recibido por uno de los hijos de Ikoneti, que le saludó ceremoniosamente. Conforme pasaba al interior del recinto y se dirigía a la choza principal, Obago observaba las parihuelas y los bultos preparados al lado de las chozas, señal inequívoca de que todo el grupo se disponía para marcharse.
Al atravesar la entrada de la choza y pasar al interior, tuvo que agacharse. Conforme sus ojos se acostumbraron a la penumbra reinante pudo ir distinguiendo la escena que se desarrollaba en el lugar.
Ikoneti, que estaba de espaldas a la puerta, estaba de pie, rígido, con la mirada fija en el cuerpo que estaba tendido en el centro de la choza. Alrededor del cuerpo, varias mujeres estaban sentadas, llorando, pero sin tanto ruido como las plañideras que se encontraban fuera. Sus lágrimas rodaban por sus mejillas, sus lamentos de tristeza surgían de sus bocas lentamente, como la brisa en la noche, sin aspavientos. A ambos lados del cuerpo, del cadáver, había dos morani, de pie, enhiestos. Portaban sus lanzas, sus escudos, las largas trenzas les caían por la espalda, una de ellas por delante, por la frente, Estaban haciendo guardia, como si rindieran honores al cuerpo muerto del compañero. En el centro, el cadáver, al cual le faltaba una pierna, que le habían amputado en un vano intento por salvar su vida. En el centro, el cuerpo de Mwampaka.
Ikoneti, que estaba de espaldas a la puerta, estaba de pie, rígido, con la mirada fija en el cuerpo que estaba tendido en el centro de la choza. Alrededor del cuerpo, varias mujeres estaban sentadas, llorando, pero sin tanto ruido como las plañideras que se encontraban fuera. Sus lágrimas rodaban por sus mejillas, sus lamentos de tristeza surgían de sus bocas lentamente, como la brisa en la noche, sin aspavientos. A ambos lados del cuerpo, del cadáver, había dos morani, de pie, enhiestos. Portaban sus lanzas, sus escudos, las largas trenzas les caían por la espalda, una de ellas por delante, por la frente, Estaban haciendo guardia, como si rindieran honores al cuerpo muerto del compañero. En el centro, el cadáver, al cual le faltaba una pierna, que le habían amputado en un vano intento por salvar su vida. En el centro, el cuerpo de Mwampaka.
Dibujo realizado por el autor del blog |
Obago se colocó al lado de Ikoneti. Este no se movió un ápice. Obago siguió viendo detalles que le llamaban la atención. Había ramaje y maleza acumulada en la base de la pared de la choza. El cadáver estaba elevado sobre una especie de altar hecho con maderas entre las que también se habían introducido ramas finas. El suelo aparecía aparentemente sin limpiar de restos vegetales secos y de estiércol de vaca, también seco. Obago se imaginó el tipo de entierro que preparaba Ikoneti. "Ngai tajapaki tooinaipuko inona". (Dios, cobíjame bajo tus alas) se oía susurrar a las mujeres. Obago se dirigió a Ikoneti.
-Ikoneti. Estoy aquí para acompañarte en tu dolor.
Ikoneti se volvió hacia Obago. Le miró a los ojos y con un movimiento de cabeza le indicó que saliera con él al exterior. Una vez estuvieron fuera los dos hombres, Ikoneti le dijo:
-Era uno de mis mejores hijos. Era un gran morani. ¿Por qué Ngai lo quiso muerto tan pronto?
-Ngai ake naiyiola. (Sólo Dios sabe) -contestó Obago- Unos mueren, otros viven.
-Pero es mi hijo el que ha muerto hoy. -dijo Ikoneti. Obago le miró. Ikoneti mantenía la mirada perdida en el horizonte. Su rostro expresaba una profunda tristeza; no ira, ni enfado, tan sólo tristeza.
Tras unos momentos de silencio, Obago le preguntó:
-¿Cómo vas a despedir a Mwampaka?
Ikoneti se irguió más aún, tensó toda la musculatura de su cuerpo, y sin desviar la vista del horizonte dijo:
-Como se merece. ¡Cómo un gran guerrero!
Cuando en un enkang se produce la muerte de uno de sus miembros, todo el grupo recoge sus utensilios y, tras quemar por completo el enkang con el cadáver en su interior, deambula durante un día y una noche completos en busca de otro lugar donde establecerse. Así lo había pensado realizar Ikoneti.
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-Ikoneti. Admito tu disposición a hacer las cosas como marca la tradición, -comenzó diciendo Obago- y creo que un morani como Mwampaka se merece tal honor. Pero tú mismo me dijiste que había que pensar en las nuevas circunstancias. El hombre blanco nos está presionando en nuestras propias tierras. No tenemos la misma libertad de movimientos que antes. Cuando desplazamos nuestros enkangs corremos el riesgo de chocar con otro grupo o de sobrepasar el límite de las tierras fértiles, y acabar en tierras áridas, baldías. -Ikoneti seguía mirando al infinito- Quizá debieras pensar otra forma de honrar a tu gran guerrero. -acabó diciendo Obago.
En ese momento, Ikoneti giró su cabeza, enfrentó su mirada a la de Obago y dijo:
-¿Me lo dice aquel que llevó a mi grupo de morani a la lucha contra la aldea wacamba? -Obago, sosteniéndole la mirada, movió la cabeza en señal afirmativa- ¿Me lo dice aquel laibón que no consiguió salvar a mi hijo Mwampaka de la muerte?
Obago le siguió manteniendo la mirada.
-Así es, Ikoneti.
-Entonces díme, sabio laibón. ¿Murió mi hijo como un guerrero?
Obago sabía lo que significaba esa respuesta. Pero, sin embargo, no podía dar otra distinta.
-Sí. Mwampaka, hijo de Ikoneti, murió como un guerrero, como un morani.
-Pues entonces será honrado como un guerrero.
Obago no dijo más. Sabía que llegados a ese punto, no era posible convencer a Ikoneti. Se despidió de él. Éste, a su vez, se despidió de Obago con una expresión respetuosa y vio cómo se perdía a lo largo del sendero.
Durante la tarde se dispusieron todas las cosas para la marcha. El grupo se reunió en la entrada del enkang. En su interior sólo quedaban Ikoneti y alguno de los morani. Ikoneti entró solo a la choza dónde estaba el cadáver de su hijo Mwampaka. Portaba en su mano derecha una antorcha encendida con la que alumbró toda la estancia. Solamente entonces, a solas, al ir aplicando la tea en la base de la cama de palos y ramas sobre la que habían colocado a su hijo muerto; solamente entonces, Ikoneti se permitió llorar. Pero fue un llanto silencioso, de unas pocas lágrimas, que brotaron de sus ojos y descendieron por sus mejillas hasta caer al suelo, Al tiempo que terminó de aplicar la antorcha en el amasijo de ramas se recuperó del momento de debilidad y salió al exterior. Su rostro volvía a ser duro como el acero.
-¡Vayámonos! -dijo a los morani.
Éstos, con antorchas, fueron aplicando el fuego de las mismas a las distintas chozas y a partes de la pequeña empalizada del enkang. Una vez hecho ésto, salieron al exterior, allí les esperaba todo el grupo. Ikoneti se puso a la cabeza y empezó a andar.
Dibujo realizado por el autor del blog |
Al cabo de un tiempo, cuando el crepitar de las llamas sobre la madera ya no se oía, cuando la brisa ya no traía olor a madera quemada, Ikoneti paró. Era el atardecer. Se giró sobre sí mismo y vio lo que había sido su enkang consumiéndose bajo las llamas. Ya quedaba muy poco. Allí, en medio de aquel fuego se había consumido el cuerpo de su hijo. Estaba sumido en ese pensamiento cuando una voz le hizo volver a la realidad.
-Es una pena que nuestro enkang acabe así quemado, ¿verdad, padre? -era Lengwesi.
Ikoneti le miró, vio su figura, que iba moldeándose con la dura vida de pastor, su altivez, a pesar de que aún ni siquiera alcanzaba la edad para la circuncisión, y sintió en su interior, en lo profundo de su tristeza, el renacimiento de la esperanza. Tras mirar a los ojos al muchacho, Ikoneti volvió a mirar al enkang que ya se había reducido a unas pequeñas llamitas en mitad de la sabana y dijo: