Era una personita menuda, no podía decir frases largas, se
equivocaba al articular algunas palabras. Había pasado toda su vida en el mismo
lugar, con salidas esporádicas al exterior. Según la medida de los hombres,
tenía un coeficiente intelectual bajo, la habían diagnosticado de retraso
mental. Por ello estaba, tal como lo llaman ahora, institucionalizada.
A lo largo de su vida había sufrido diversas enfermedades, una
de ellas, del hígado, era la más preocupante. Por aquellas cosas que pasan a
los más sencillos, una operación le había dejado un enorme bulto en su abdomen.
Casi siempre iba acompañada de otra persona, de características similares que
la providencia le había dado como hermana.
En el tiempo que la conocí, cerca de cinco años, había salido
al exterior para ir a distintas excursiones a la gran ciudad, y también, y eso
era lo que le hacía más ilusión, para ir a la playa. “La paya” decía ella, con
una gran sonrisa, que reflejaba su gran ilusión por ver el mar.
Y en esos cinco años que la he conocido, nunca la he visto una
mala cara. Cara de preocupación, sí. Pero cara de enfado, de enfurruñamiento
como los chicos pequeños nunca. Siempre te recibía con un saludo y con una gran
sonrisa, te llamaba por tu nombre y te cogía la mano.
Hace unos meses estuvo muy malita, ya se le venían presentando
las complicaciones. Tanto era así, que desde el hospital nos dijeron que había
poco que hacer. Yo la estaba esperando con miedo. Me tocaba recibirla. Cuando
entré, esperando ver a una persona postrada en la cama, con cara de sufrimiento
y dolor, no fue eso lo que me encontré.
Ella me recibía con los brazos abiertos, con una de sus amplias
y contagiosas sonrisas y llamándome por mi nombre. No sólo su ánimo estaba por
encima de la enfermedad, sino que lo irradiaba a los demás. Ese es uno de los
momentos que ya han quedado grabados en mi memoria.
Por todas esas razones, independientemente que se crea o no en
ello, hoy sé con seguridad que un ángel ha subido al cielo.