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domingo, 26 de marzo de 2017

LCP Cap. 56: LAS RELACIONES SEXUALES EN EL PUEBLO MAASAI

Frutos de la planta conocida por los Maasai como Olamuriaki. Foto de Max Lemayian

Tras la despedida del morani, a Makutule le quedaban muchas dudas, y empezó a preguntar. La primera era la más obvia.

-¿Qué hierbas le has dado para curarle a él y a todos los de su manyatta?

-Onyokie, pero también puedes usar olkokola, elmakutukut, y olamuriaki.

-¿Y esa enfermedad sale de la compañía de mujeres?

-Sí, Makutule.

-¡Pues no lo entiendo! He estado muchos años en compañía de mi madre, que es una de las mujeres más experimentadas que conozco, y a mí nunca me ha salido pus por el pene.

Obago lanzó una sonora carcajada. Recordó que Makutule estaba justo al borde de esa edad en que aún se ve al sexo opuesto como simple compañero de viaje, madres, tías, hermanas, abuelas si había suerte de verlas vivir. Pero pronto empezaría a notar otras cosas. Quizá habría llegado el momento de explicárselo.

Cráter del Ngorongoro, con las nubes cubriéndolo. Foto procedente del blog trekearth.com

Se sentó a la entrada de su cabaña, frente al paisaje que le brindaba la meseta de Maasailand, y le dijo:

-Ven, Makutule. Siéntate a mi lado.

El chico lo hizo.

-Cuando el morani ha hablado, cuando hemos hablado, de la compañía de las mujeres, no nos referíamos precisamente a la compañía que te hacía tu madre, antes que empezaras a ser pastor, o a la de tus hermanas jugando en el enkang.

-¿No? ¿Entonces? -preguntó Makutule.

-¿Sabes lo que quería decir cuando te he hablado de la unión de un hombre y una mujer?

-Creo... que... sí. -Makutule no quería reconocer su ignorancia. Obago, al notarlo, le retó.

-Muy bien. Pues entonces, cuéntamelo.

Joven maasai, Kenya. Foto de Johan Gerrits

-Pues que cuando un hombre se acuesta con una mujer varias veces, al final, la mujer queda preñada de un bebé. -relató Makutule de forma dubitativa.

-¿Y nada más? -siguió preguntando Obago.

-¿Qué quieres decir?

-¿Por qué cuando se acuestan un hombre y una mujer, y no cuando lo hacen dos hombres o dos mujeres?

Makutule estaba cada vez más perplejo. No sabía lo que le quería decir su maestro. Y esta última pregunta le dejó sumido en una profunda confusión. Lo había visto tan natural que nunca se lo había planteado, era algo que siempre había dado por hecho, como el respirar o el comer.

Obago, al ver el aturdimiento del muchacho, comenzó a explicarse.

-A ver, Makutule. Tú sabes que existen diferencias físicas entre el hombre y la mujer, ¿no?

-Sí, padre. Son... -iba a comenzar a decirlas, pero Obago levantó la mano, indicándole que no era necesario.

-No. Demasiado sé que las sabes. Ahora me toca hablarte de la razón por la que existen esas diferencias físicas.

-¡Si también las sé! -protestó el chico.

-No del todo, aprendiz de laibón, no del todo.

Makutule hizo un mohín de desagrado. No le gustaba fallar, pero menos le gustaba saber las cosas a medias. Cuando creía que sabía algo al completo se sentía tan orgulloso que cuando Obago le mostraba sus carencias, no podía evitar una reacción de disgusto y rebeldía.

-Te queda saber porque tu miembro viril se endurece al ver a una chica que te gusta.

Makutule sintió que le subía calor por la cara y que sus pabellones auriculares aumentaban de temperatura. Bajó los ojos, y Obago, que notó la reacción del muchacho, prosiguió.

-He acertado, ¿verdad?

-Sí, pero eso, ¿qué tiene que ver con que la mujer quede embarazada?

-Pues que necesitas un miembro bien duro para que ella quede encinta.

Makutule volvió a reaccionar tímidamente. Bajó la cabeza, emitió una risita nerviosa y notó como si de sus orejas saliera fuego.

-Te lo explicaré. -comenzó Obago.

Foto del blog venusrex,blogspot.com.es
El laibón empezó a contarle a Makutule directamente todas las reacciones fisiológicas que sufría el cuerpo de la mujer y del hombre en el caso que se diera la atracción física entre ambos. Describió con todo detalle cómo se comportaban ambos aparatos genitales, masculino y femenino, y lo que es más difícil, lo que sentían ambas personas en ese momento de atracción sexual.

Acto seguido, le describió el acto sexual. La unión del hombre y la mujer. La función que debía realizar su miembro. Cuál era la parte que le correspondía al receptáculo femenino. Y le narró todo el disfrute que podían alcanzar ambos en ese momento supremo. Y le añadió que justo por ser el momento de máximo disfrute entre dos seres humanos, justo entonces es cuando Ngai, el dios supremo de todos los Maasai, había dispuesto que se produjera la creación de un nuevo ser. Ese nuevo ser sería el culmen, el fruto, de ese momento mágico, de ese momento supremo que se llega a alcanzar entre dos seres humanos.

-Entonces, padre, -cortó Makutule la narración- ¿no siempre se alcanza ese momento supremo? Pues no siempre la mujer queda embarazada.

-Bien visto, Makutule. Por eso, para nosotros, los hijos son una bendición. -Makutule se puso algo triste. Obago, que adivinó sus pensamientos, añadió- Incluso los adoptados.

Obago le dio un pescozón cariñoso en la cabeza y el muchacho volvió a sonreír. El laibón regresó a su narración, contándole esta vez las costumbres de su pueblo. Cuando una mujer alcanza la pubertad y es circuncidada ya puede casarse, pero hasta el momento en que se case, tiene total libertad para mantener relaciones sexuales con guerreros jóvenes. Incluso casada, puede tener relaciones con compañeros del mismo grupo de edad de su marido, y también con antiguos conocidos o novios. Eso sí, los hijos, aunque fueran concebidos fuera del matrimonio, se consideran pertenecientes al marido y a su familia.

Las jóvenes viven en el enkang del padre hasta que se casan, y como pudo comprobar Makutule, no solamente la poligamia, que ya la había visto en su padre, sino la promiscuidad sexual, tanto masculina como femenina, estaba aceptada sin cortapisas en la sociedad Maasai. Por último, Obago le habló de la importancia que entre su pueblo se daba a la belleza física, de tal forma que le aconsejó que cuando quisiera enamorar a su primera mujer, estuviera bien atento a su apariencia y a su cuidado personal.

-Y ahora, pequeño laibón, -concluyó Obago- ve a descansar. Por hoy creo que has tenido bastante.

-Sí, padre. -contestó Makutule.

Tanto se había alargado la charla que la luna se encontraba ya colgada en el horizonte, cuando el muchacho salió de la choza del laibón.


sábado, 18 de marzo de 2017

LCP Cap. 55: LOS MAASAIS Y LAS ENFERMEDADES VENÉREAS

Guerrero Maasai. Foto de David Lazar.









Uno de los días en que fue llamado a la choza de Obago, Makutule se encontró en la puerta de la misma con un morani. El guerrero era alto, fuerte. Su musculatura estaba esculpida como las estatuas de los dioses griegos. No le sobraba ni un gramo de grasa. La majestuosidad de su porte y su imponente estampa, reflejada en el azul de la mañana impresionaron al aprendiz de laibón. El morani tenía adoptada una postura que usaban muchos de ellos, la postura de garza. Decían que esa postura les permitía otear el horizonte mientras descansaban de sus marchas o de sus ejercicios guerreros. Makutule disminuyó el ritmo de sus pasos y, descendiendo algo la cabeza ante el morani, en señal de respeto, entró a la choza.











Postura de la garza que adoptan los guerreros Maasai para descansar y otear el horizonte

Allí le estaba esperando Obago, que como solía hacer la mayoría de las veces, tras saludarle, le indicó que se colocara estratégicamente en un lugar para no perder comba de nada de lo que iba a ocurrir allí dentro. Makutule, como solía hacer, obedeció. Obago pidió al morani que pasara. Éste entró en la choza, dejando sus armas al lado de la entrada de la misma, tal como le indicó Obago. Pero cuando Obago le preguntó la causa de su consulta, miró a Makutule y dijo despectivamente:

-¿Delante de un niño tiene que hablar un morani?

Makutule miró a Obago. Éste no perdió la serenidad y respondió:

-No es un niño. Es un laibón como yo, que está aprendiendo la parte de curación que no da Ngai.

-Mi dolencia es de hombres, no de niños. -dijo el morani.

-Y el que ves aquí con nosotros no es un niño. Es un laibón, conociendo al pueblo al que va a tener que cuidar. -continuó firme Obago, sin perder la serenidad.

El morani volvió a mirar a Makutule con aires de superioridad. Miró a Obago. Dudó unos instantes. Por fin, dijo:

-Sólo oirá y verá.

-Sólo tenía previsto que oyera y viera. -contestó Obago, que no había perdido la sonrisa en ningún momento. El morani aun esperó un poco. Seguía dudando.

-Nadie lo sabrá. -volvió a pedir con voz autoritaria, de forma que más que una petición, sonaba a una orden.

-Nadie. -dijo Obago, y miró a Makutule haciéndole una señal con la cabeza. El muchacho, que estaba concentrado en la disputa entre ambos hombres, tardó un poco en entender lo que le quería decir su maestro, pero al final supo lo que le quería indicar, y afirmando ostensiblemente con la cabeza, dijo:

-Nadie. Absolutamente nadie.

-Bien. -el morani se relajó por primera vez desde que entró en la tienda.

Obago le pidió que se sentara, pues toda la conversación anterior la había mantenido de pie. El guerrero se sentó frente a Obago, y cuando el ambiente estuvo más distendido, el laibón le preguntó por su dolencia. El morani comenzó su historia.

-Desde hace unos días me sale pus por la punta del pene. Al orinar me escuece un montón, y duele. Así empezó todo. Después me dí cuenta que si antes de orinar me lo apretaba y expulsaba la pus, el dolor y el escozor era menor.

-¿Y cuánto tiempo te viene pasando? -preguntó Obago.

-Unos siete u ocho días.

-¿Has estado en compañía de mujeres?

-En la manyatta. Hace unos diez días o más. Después he salido a recorrer toda la región.

-¿Han sido las mismas de siempre o ha habido gente nueva?

-Había nuevos morani en la manyatta, y para celebrar su ingreso, vinieron todas sus hermanas. -el morani hizo un gesto pícaro hacia Obago, éste asintió haciéndole ver que le había entendido- La fiesta duró varios días.

-Y las hermanas de los nuevos morani eran muy experimentadas, ¿me equivoco? -preguntó Obago, con una sonrisa sarcástica. El morani, que no había captado la intención ni el tono del laibón continuó.

-¡Cómo lo sabes! Había una en concreto. -de pronto miró a Makutule y calló- Bueno, ya me entiendes.

-Sí, creo que sí. ¿Cuando vuelves a tu manyatta?

-Cuando acabe el recorrido. En diez o doce días.

-Me temo que vas a tener que regresar antes, mucho antes. -el guerrero miró con sorpresa a Obago- Tengo que confirmarlo, pero creo que has cogido una enfermedad muy contagiosa, traída por esas hermanas -recalcó lo de "hermanas"- de tus nuevos compañeros. Y tienes que llevarles la cura, a todos tus compañeros, y a las "hermanas", por supuesto.

El morani quedó sorprendido.

-¿Cómo?

-¿Me dejas que lo confirme? Sólo necesito ver el pus.

Gonorrea. Foto procedente del blog
onformacionsobreits.blogspot.com.es de Lourdes Marcelis
El guerrero afirmó con la cabeza y, a una señal de Obago, dejó al aire sus partes pudendas. Obago indicó a Makutule que se acercara. Una vez éste estuvo más cerca, Obago cogió el pene del sorprendido guerrero y lo empezó a exprimir. Al poco empezó a salir por el orificio de la uretra una sustancia mucopurulenta, de mal olor y peor aspecto. Obago enseñó a Makutule.

-Ves, pequeño laibón. Esta sustancia es parte de una enfermedad que se transmite cuando se unen un hombre y una mujer, y uno de ellos la tiene en su interior. Hay que tratarla lo antes posible, porque si no, pueden producirse terribles complicaciones.

El morani escuchaba atentamente la lección de Obago, más aun que el propio Makutule, que no perdía ripio. Obago prosiguió con su lección.

-Si no se trata, puede inflamar los conductos por donde sale el semen, y hacer al hombre estéril. Puede provocar el crecimiento de una bola en la base del pene que impida al hombre orinar, y haya que agujerear su tripa para sacar la orina. -el morani iba abriendo los ojos progresivamente- El pene se puede inflamar y puede doler de tal forma que cualquier leve roce sea inaguantable, incluso para el más valiente de los morani. Y si no se tratan a todos los que lo tienen, la repetición de la enfermedad hace que, al final, los aparatos de la procreación se atrofien y no sirvan.

-¡Laibón, -cortó el morani- dame inmediatamente el remedio y yo se lo llevaré a todos mis compañeros y a las hermanas que están con nosotros!

Obago le miró. La sorpresa, incredulidad y temor que había sentido momentos antes, se habían trocado en el morani en determinación y firmeza. Sus ojos mostraban toda la decisión de un guerrero maasai presto a la batalla. Obago sonrió amablemente al morani.

-No dudes que lo haré. Y lo voy a hacer ahora mismo.

Obago se levantó, fue hacia donde almacenaba el amasijo de hierbas que solía recoger en sus salidas por la sabana, y cuando estaba escogiendo entre ellas, paró un momento, se volvió y miró a Makutule.

-¡Pequeño laibón! ¿Qué haces que no estás aquí?

Makutule, que se había quedado ensimismado con todo lo que estaba ocurriendo delante de él, fue rápidamente al lado de Obago. Éste siguió escogiendo hierbas, haciendo montones, atándolos y apartándolos. Cuando ya creyó tener todo listo, con ayuda del chico, cogió todas las hierbas y las acercó al morani.

-Tenéis que tomar infusiones de éstas hierbas hasta que desaparezca el pus de vuestros penes. Tanto los que tenéis la enfermedad como los que no. Tenéis que tomar las infusiones el mismo número de días. -e intensificando el tono de voz- Y vuestras hermanas también lo tienen que tomar. El mismo número de días. -recalcó esto último.

El guerrero recogió todas las hierbas y agradeció a Obago su labor.

-Me aseguraré de que todo se haga como dices, laibón.

Y con los saludos de rigor, se despidió de ellos, comenzando su marcha hacia el horizonte de la sabana.

Pero a Makutule le quedaban muchas cosas por preguntar.

Guerrero Maasai en el P. N. del Masai-Mara. Foto procedente del blog
 iconoadnspain08.blogspot.com.es de Manuel Iglesias Fernández
Sin embargo, queridos amigos de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS, para saber todas las dudas que a Makutule le había sugerido esta nueva enfermedad que Obago le enseñó ese día; para conocer las respuestas que el sabio laibón le va a dar a nuestro aprendiz, será necesario esperar a la próxima entrega de esta serie en que nos queremos adentrar en la cultura de los pueblos indígenas y que, en el caso de los Maasai, estamos intentando hacerla mucho más amena presentando la vida de dos protagonistas, Makutule y Lengwesi, desde su niñez.

Por cierto, para quien no lo haya adivinado todavía, la enfermedad es -tal como está indicado en la tercera foto- la gonorrea.

Hasta la próxima ocasión, queridos amigos, nos vemos en la red.

sábado, 19 de noviembre de 2016

LCP Cap. 43: LOS CONOCIMIENTOS PASTORILES DE LOS MAASAI

Rebaño de vacas en la reserva de Masai Mara. Kenya.

Todavía tuvieron que recorrer un largo trecho hasta llegar donde se encontraba el rebaño de Ikoneti. Una vez llegados al lugar de pasto de las numerosas vacas, ovejas y cabras que formaban la gran cabaña ganadera de la que disponía el patriarca Maasai, Ikoneti les dejó a cargo de su otro hijo, Mwampaka. Mwampaka era un muchacho de alrededor de 15 años, alto, bien desarrollado, musculoso, que ya estaba dispuesto para, en la próxima celebración, recibir la circuncisión y pasar a ser Morani, guerrero Maasai. Por su inteligencia, bravura y arrojo, era uno de los preferidos de su padre dentro de todos los hijos de los que disfrutaba Ikoneti.

Porque Ikoneti, al tener gran número de vacas era uno de los Maasai más influyentes de la zona. Superaba los mil ejemplares, lo cual se considera ser rico dentro del pueblo Maasai. De hecho, el Maasai que no fuera capaz de alcanzar las cincuenta cabezas de ganado, podía considerarse pobre. Tanto el número de vacas como el número de hijos es lo que permite al Maasai alcanzar su posición social y su importancia dentro del grupo.

Sangre de vaca recogida en un cuenco y lista para beber.
Mwampaka les fue enseñando a Lengwsi y a Makutule durante las siguientes semanas las distintas labores que debían ejercer como pastores. Tenían que aprender a cuidar las vacas, de las cuales obtendrían la leche y la sangre; de las ovejas y cabras, además de usar su leche, también podían usar su carne, y su crianza era más llevadera. Cuando el agua escaseaba en el entorno, que podía ser uno de cada tres días, la leche en forma de grasa sustituía de forma adecuada al agua para eliminar todas las impurezas del polvo y de la tierra.

Los dos niños descubrieron también que la palabra en lengua Maa -la lengua principal de los Maasai- con que se denomina a los bueyes es la misma con la que se denomina a los hombres. Y que una expresión de buena educación que podían utilizar para saludar a otro Maasai cuando se cruzaran por los caminos era: "Espero que su ganado esté bien". Mwampaka también les contó que con la piel se hacían sus ropas, sus camas, que el ganado servía para pagar multas, y que incluso se usaba para establecer lazos políticos entre unos poblados y otros.

Morani (Guerreros Maasai).
Hubo una cosa que les contó Mwampaka que les llamó mucho la atención. A veces, los rebaños de ganado se engrandecían robando los animales de pueblos vecinos. Eso era en parte lo que justificaba el largo periodo de quince años como Morani de un Maasai. Eran necesarios grupos de guerreros bien entrenados y organizados, como auténticos ejércitos, para defender el propio ganado y las propias tierras; y para, cuando llegaba la ocasión, conquistar la tierra y el ganado vecino.

Por último, los niños fueron aprendiendo a reconocer las plantas silvestres de cuyos frutos o semillas se podían alimentar. Los Maasai suelen despreciar los vegetales cultivados, por razones religiosas y culturales. También se fueron acostumbrando como base de su dieta, a tomar leche, mezclada con sangre de vaca o bien sola, queso y mantequilla. Y en cuanto a comer la carne de animales salvajes, solamente les estaba permitido consumir la carne del eland y del búfalo, estando el resto prohibidos por causas religiosas.

Eland. Cráter del Ngorongoro. Tanzania. Fotografiado por Mary Ann McDonald
Búfalo del Cabo. Fotografiado en el Serengeti. Tanzania.

sábado, 29 de octubre de 2016

LCP Cap. 40: LA HIERBA OLKILORITI

Interior de una choza Maasai

Cuando la mujer dejó a solas al laibón, Ikoneti, que se había mantenido en todo momento respetuosamente a una prudente distancia, se acercó:

-Obago. -así se llamaba el laibón, Ikoneti se había inclinado en señal de respeto- Aquí tienes la sangre que me pediste.

-Gracias, Ikoneti. -dijo Obago, y viendo a los dos niños, dijo- Hoy has traído a dos de tus hijos.

-Sí. Son los que empiezan la labor de pastoreo.

-Dos nuevos Masai.

-Así es. -dijo con orgullo Ikoneti.

-Entrad a mi casa. -les invitó Obago. Los cuatro entraron en la choza. Tras un momento de oscuridad, los ojos se acostumbraron a la penumbra que reinaba en la cabaña. Estaba cubierta casi por completo, con pequeños agujeros diseminados, por donde la luz del sol luchaba por entrar en forma de pequeños rayos que no servían del todo para iluminar suficientemente la estancia. Conforme se fue viendo, los dos niños empezaron a fijarse en todas las cosas que poseía el laibón. Hojas, raíces, plantas, pieles, cortezas de árboles.

-Bueno, déjame ver la sangre. -dijo Obago.

-Aquí la tienes. -respondió Ikoneti, entregándole la calabaza llena de la sangre del buey. Obago miró en su interior.

-Bien, bien. -se dirigió a un estante- Y ahora metemos esto... -hablaba para sí mismo cuando una vocecilla le sacó de su circunloquio.

-¿Para qué? -era Makutule. Ikoneti le miró con enfado. No se interrumpía al laibón mientras trabajaba. Su labor era muy importante. Y ahora estaba preparando una medicina para un muchacho de la tribu que estaba mal. Obago se sorprendió, miró con cara seria al chiquillo y éste se quedó algo cohibido. Lengwesi, que estaba acostumbrado a las preguntas a destiempo de su hermano, le dijo susurrando.

-Creo que has metido la pata.
Niños Maasai de aproximadamente la edad de los dos protagonistas del relato

Makutule miró a su padre y vio el enfado en su cara, tuvo la sensación de haber hecho algo grave. Volvió a mirar al laibón. Éste seguía mirándole con la cara sería.

-¿Quién lo pregunta? -dijo Obago, sin cambiar la cara. Ikoneti comenzaba a disculparse pero un leve gesto de la mano del laibón le indicó que callase, cosa que hizo al momento.

-Makutule. -dijo el niño.

-¿Y quién es Makutule para preguntar tal cosa? -continuó el laibón. Makutule quería que se le tragara la tierra.

-Soy Makutule, hijo de Ikoneti. -acertó a decir el niño. El laibón se acercó al niño, se acuclilló frente a él. Continuaba con la cara seria. Makutule miraba a su padre. Ikoneti tenía también cara seria. Lengwesi le hizo un gesto de no tener ni idea. Obago le dijo:

-No te he preguntado tu nombre, ni el de tu padre, niño, sino que quién eres. ¿Lo sabes?

Makutule estaba hecho un lío. Si no quería su nombre, ni el de su padre, ¿qué quería? No podía ser el que era pastor, pues no lo era. Ni que fuera un niño, pues eso cambiaría con el tiempo. Sólo podía ser una cosa. Makutule se estiró todo lo que pudo, para aparentar ser mayor y dijo con todo el aplomo del que era capaz.

-Soy un Masai.

Obago sonrió, se levantó de la posición de cuclillas en la que estaba y puso su mano sobre la cabeza de Makutule.

-¡Sí señor! ¡Eso es! -y dirigiéndose a Ikoneti- Tienes una buena pieza en este chavalillo. Y merece saber para qué mezclo la hierba olkiloriti con la sangre del buey.
Acacia nilótica. Productora de la llamada "goma arábiga", utilizada por los curanderos africanos como tónico y que podría estar emparentada con la olkiloriti

Obago se volvió a acuclillar delante de Makutule.

-Mira. Mirad los dos. -dijo, llamando también a Lengwesi que había quedado un poco retrasado- Mezclo la sangre del buey recién obtenida con la hierba del olkiloriti porque eso da más fuerza al muchacho al que le voy a suministrar esta poción. Un muchacho de nuestra tribu al que se le ha hecho la circuncisión se encuentra bastante enfermo, y no conseguimos que se recupere. Se ha intentado con alimentos fuertes para el cuerpo, pero nada. Ahora le vamos a dar sangre pura de buey, que le quitará todo el agotamiento que siente.

-¿Y la olkiloriti? -cortó Makutele. Ikoneti volvió a enfadarse. Obago rió abiertamente. Al acabar de reír, se dirigió al padre.

-Ikoneti, enseña a tu hijo a no hablar hasta que callen los mayores, sino tendrá grandes problemas en su vida.

-Sí, laibón. -fue la respuesta del padre.

-La olkiloriti, curioso Masai Makutule, servirá para limpiarle todo el tubo digestivo de la suciedad que pueda tener. Para dejarle limpio de todo aquello que pueda haberle producido la enfermedad. Y, además, le proporcionará las ganas para ponerse en marcha en su nueva etapa como morani. ¿Sabes lo qué es un morani, curioso Makutule?

El niño sonrió, y orgulloso de saber la respuesta, se irguió y dijo:

-¡Sí, señor! ¡Un morani es un guerrero Masai! Mi hermano y yo lo seremos tras nuestra etapa de pastor.

Obago volvió a reír abiertamente. Ikoneti también sonrió, enseñando su blanca dentadura. El ambiente se distendió más aún. Hasta Lengwesi le dio un pequeño pescozón a su hermano en el hombro y los dos niños comenzaron a reír. Al acabar las risas, Obago habló:

-Así es, pequeño Makutule. Y me da a mí que tú y tu hermano vais a ser unos auténticos morani. Compadezco al león al que vayáis a cazar. No tendrá ninguna posibilidad de escape.

Y de esta forma agradable y simpática, el padre y los dos hijos se despidieron del laibón, iniciando el camino a casa.
Guerrero Maasai observando el cráter del Ngorongoro desde lo alto de una de las crestas que formar la barrera natural de dicha sima volcánica.

viernes, 30 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap. 37: El ganado Maasai

Pastor Maasai con su ganado.

Ikoneti, seguido de sus dos hijos, llegó a una extensión amplia de terreno. Allí se encontraba un gran número de vacas, con sus grandes cuernos dirigidos hacia el cielo, que en aquellos momentos lucía un azul brillante.

Ikoneti empezó a señalar a cada una de ellas y a decir sus nombres. Los chicos, conforme Ikoneti iba llamándolas, quedaban admirados de la capacidad de su padre para retener el nombre de todos aquellos animales, y de la capacidad para reconocer a cada uno de ellos entre el resto del ganado.

Cuando Ikoneti acabó de recitar la retahíla de nombres, se acuclilló al lado de sus hijos.

-¿Estáis sorprendidos porque sé todos esos nombres?

-Sí, padre. -respondieron ambos chavales.

-Pues no os preocupéis, que vosotros también terminaréis sabiéndolos. Un buen Maasai conoce a cada una de las vacas de su ganado. Las reconoce por su voz, por el color y las manchas de su piel, incluso por el color de sus ojos. Y cuando seáis dueños de un rebaño tan grande como éste, vosotros mismos les daréis nombre.

Los niños estaban asombrados. Ikoneti se alzó y comenzó a avanzar hacia el rebaño. Makutule y Lengwesi le siguieron, como los patitos siguen a su madre para llegar a las aguas del estanque donde vivirán la siguiente etapa de su vida.

Cuando llegaron junto al rebaño, Ikoneti les preguntó:

-Mirad las vacas, fijaos. ¿Os llama algo la atención?
Ganado Maasai. Raza cebú. En la villa de Selenkay, en Kenya.

Ambos niños miraron atentamente las vacas. Éstas eran cebúes. La raza se caracterizaba por dos enormes cuernos, que se dirigen desde la parte alta de la cabeza hacia el cielo formando los dos brazos de una hipotética lira. También era característica la giba que poseían en la parte anterior del lomo, concretamente sobre los cuartos delanteros. Los chicos le destacaron esas dos características, pero Ikoneti les pidió que se fijaran con más detalle, que miraran con más minuciosidad.

-Todos tienen el mismo corte en las orejas. -dijo al cabo de un rato Makutule.

-Eso es. -le contestó su padre- Ése es el detalle que quería que os fijarais.

-¿Y por qué? -preguntó Lengwesi.

Observesé el corte en la oreja izquierda del animal.
-Es nuestra marca. -le explicó su padre- Aprendedla bien. Nuestras vacas, nuestro ganado siempre tendrá ese corte en la oreja. Por ese corte sabréis que una vaca es vuestra, y la podréis reclamar ante cualquiera que diga que es suya. Nadie podrá discutiros vuestro derecho sobre ella. Es la señal de nuestra casa.

Una exclamación de admiración surgió de la boca de ambos niños. Estaban aprendiendo en esa salida un montón. Ikoneti prosiguió.

-Las vacas nos dan todo en nuestra vida. Nos dan la comida. La leche, la sangre, el queso y, a veces, la carne. También usamos su estiércol como combustible, porque quema muy bien y dura mucho tiempo encendido. Lo usamos también para la pared de nuestras casas. Si mezclamos el estiércol de la vaca con la tierra, éste se volverá duro y hará que la pared de la casa sea dura, y no penetre el frío o el calor y se pueda vivir en ella. Las pieles de las vacas nos sirven para vestirnos, y para taparnos en las camas durante las épocas de frío. Nuestras manos no se cortan con el frío o con el trabajo duro gracias a su orina. Cuando vemos que se van a cortar, bien porque llevamos mucho tiempo a la intemperie, bien porque el frío se ha quedado muchos días entre nosotros, usamos la orina del ganado y nos lavamos las manos con ella, y vuelven a ser suaves, como si fuera el primer día de trabajo. Nuestras calabazas, donde guardamos la leche, y su sangre, se hacen de cuero curtido, de su piel. Y la mantequilla de nuestros rituales se obtiene a partir de su leche. Recordad, hijos, las vacas son todo para el Maasai.

Los niños escuchaban sin perder detalle todo lo que su padre les estaba contando. Ikoneti continuaba.

-Engai, nuestro Dios, nos concedió todo el ganado para cuidarlo cuando creo el cielo y la tierra. Por eso debemos tenerlo siempre con nosotros. Y no debemos dejar que sea maltratado, debemos defenderlo de las fieras, e incluso de otros hombres que no sepan cuidarlo, y podemos arrebatárselo y quedarnos con él. Pues Engai así nos lo permitió al hacernos los guardianes del ganado.

-Pero, -comentó Makutule- si otros hombres cuidan bien del ganado, no es necesario quitárselo, ¿verdad, padre?

Ikoneti le sonrió, como quién sonríe a alguien que aún no ha descubierto todos los entresijos de una madeja de hilo y se deja llevar solamente por su superficie.

-Querido Makutule. Cuando llegues a guerrero, cuando alcances el grado de Morani, que lo alcanzarás, te darás cuenta que nadie cuida mejor del ganado que los Maasai.
Jóvenes guerreros Maasai.

Makutule quedó apesadumbrado. No terminaba de entender. Y la respuesta de su padre no le había resuelto el problema que surgía en su cabecita infantil.

-Por eso, -siguió Ikoneti- a partir de ahora, vais a empezar a ser los dos pastores de mi ganado.

De pronto, la cara de Makutule se iluminó, Lengwesi que se había ensimismado con el pensamiento de ser guerrero, dio un respingo. Ambos niños empezaron a preguntar al padre tantas cosas que Ikoneti no tuvo más remedio que hacerles callar.

-Tranquilos, tranquilos. Os creéis que es como jugar. No, mis queridos hijos. No es un juego. Aquí vais a empezar a crecer como hombres.