jueves, 8 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Cap 34: El origen legendario del pueblo Maasai

Afueras de poblado Maasai, en plena sabana africana

Ikoneti salió de su poblado, acompañado por sus dos hijos, Lengwesi y Makutule. Aún quedaba un tiempo para que la tarde decayera, pero Ikoneti quería vivir con sus hijos un momento único, tal como hizo su padre con él, hacía tanto tiempo. Ikoneti iba recordando por el camino como su padre le cogió aquel día de la mano, cuando estaba a punto de cumplir siete años, y lo sacó de la boma donde vivía con su madre y sus hermanas.

-¿Dónde vamos, papa? -fue su pregunta.

-Ya lo verás. -respondió su padre.

Anciano Maasai

Su padre era parco en palabras. Solía hablar poco. Pero lo poco que hablaba era suficiente para que todos obedecieran. Su padre era uno de los ancianos más respetados en el poblado Maasai. Recordaba como defendió el derecho de los Maasai sobre la caza del león en sus tierras frente a los invasores que venían de lejos. Recordó cómo habló al resto de los ancianos del poblado del valor y de la gallardía del Maasai respecto al resto de los pueblos, incluso del recién llegado del este, del hombre blanco. Ellos tenían unas lanzas que escupían fuego a distancia. ¿Qué valor tenía eso? Podían matar a la fiera de lejos. ¿Era eso ser guerrero?
Familia de leones en la reserva del Maasai Mara. Kenya

Ikoneti sonreía mientras recordaba cómo su padre encogió el alma de todos los ancianos de la tribu al recordarles la lucha de todos sus antepasados y el origen de los Maasai, ese origen que ahora iba a contar a sus hijos.

Sus hijos. Los miró con amor y con tristeza. ¿Qué camino tomarían? Aún eran pequeños, habían cumplido seis y siete años. Estaban yendo a la escuela de la misión, dónde les enseñaban a leer y escribir. Les enseñaban a valerse por sí mismos en el mundo que se imponía y que lanzaba sus tentáculos, llegando hasta aquella remota aldea Maasai. Era el progreso. Así lo llamaban. Él prefería llamarlo el fin, la destrucción de toda una cultura.
Escuela en Tanzania

Por eso era importante comenzar a enseñar a sus hijos las costumbres Maasai. Los orígenes, de dónde provenían, el porqué de sus ritos y ceremonias. Por eso ahora tocaba contarles porque Dios les quería como les quería. Como guerreros.

Por fin alcanzaron el sitio. Era la cima de una pequeña loma, alejada unos kilómetros de la aldea. Desde allí se podía divisar toda la gran llanura que se extendía hasta un conjunto de montes lejanos al poniente y si se miraba en dirección a levante había un único monte, con la cima nevada, que se distinguía levemente entre la bruma que lo cubría. Allí es dónde, en un primer momento, Ikoneti hizo que los niños miraran.

-Mirad la gran montaña que tenéis allá, a lo lejos.

-Sí, padre. -contesto Lengwesi, que era el más extrovertido. Makutule asintió con un movimiento de cabeza y ambos niños se quedaron fijos mirando el espectáculo del Kilimanjaro iluminado por los rayos del sol del atardecer.

-Allí vive Ngai, nuestro Dios. -dijo Ikoneti. Los niños lanzaron una exclamación de admiración- Por eso nosotros, los Maasai llamamos a esa montaña Oldoinyo Ngai, "La Montaña de Dios", y la adoramos como el hogar de Ngai.
Vista oeste del Kilimanjaro

Los niños seguían extasiados con la vista que ofrecía la montaña, que si de por sí era atrayente, al unirse a la historia que les estaba relatando su padre, ésta se volvía para ellos casi mágica.

Cuando los primeros grises del atardecer comenzaron a hacerse presentes, su padre les pidió que se dieran la vuelta y se sentaran en el suelo, para ver con tranquilidad la puesta de sol.

El sol, antes de desvanecerse en el horizonte, aumentaba de tamaño y adquiría unos tonos más ocres. Su luminosidad, que durante todo el día iluminaba la sabana, el poblado y a sus gentes, pasaba de forma paulatina del amarillo al ocre y de éste al rojizo intenso, semejando un inmenso plato de loza que terminaba desvaneciéndose en el horizonte.

Sentados cómodamente los tres en el suelo de la loma, el padre y los dos hijos, mientras disfrutaban del espectáculo del atardecer de la sabana, Ikoneti comenzó su relato.

-Queridos hijos. al principio de los tiempos el cielo y la tierra eran uno. Y ese uno era Dios. Y ese Dios era Ngai. Un buen día Ngai decidió separar el cielo de la tierra. Y viendo ambos, decidió vivir en la tierra, en Oldoinyo Ngai, la montaña que os he enseñado.

Los dos niños escuchaban atentamente. Ikoneti continuó su relato.

-Ngai es el Dios supremo. Pero puede manifestarse de dos formas. Como Ngai Narok, el Dios Negro, el Dios bueno, benévolo, el que nos cuida. Él nos trae las lluvias, las hierbas las hace crecer para que nuestros rebaños puedan pastar y para que nuestra comunidad pueda prosperar. Él se manifiesta en el trueno. Pero también puede aparecer de otra forma. En forma de Ngai Na-nyokie, El Dios Rojo y vengativo, que se muestra en los relámpagos, cuando caen sobre los árboles, los animales y las personas y los quema o, peor aún, los mata. Es el culpable de las sequías, el hambre y la muerte.

-Entonces, -se atrevió a preguntar Makutule- ¿Ngai es malo?

Ikoneti le miró, miró al horizonte y, extendiendo los brazos, le contestó.

-¿Crees que es malo Aquel que separó todo esto y que se dio para que nosotros podamos vivir de ello?
Guerrero Maasai contemplando el cráter del Ngorongoro

-Pero tú dices que es responsable de las sequías y del hambre y de la muerte. -insistió Makutule.

-Así es, porque todo surge de Él. Lo que me recuerda que debo contaros la segunda historia, que es sobre el origen de los Maasai, nuestro pueblo. Pero si no queréis...

Ambos niños comenzaron a protestar y a pedírselo en voz alta y cuando al alboroto bajo de volumen, su padre se dispuso a contarla.

-Pues bien. Ngai tenía tres hijos. Y un buen día les dio tres regalos.

-¡Alá! ¡Cuántos regalos! ¡Qué bien se lo pasarían! -dijo Lengwesi.

-No te equivoques. -le respondió su padre- Un regalo para cada uno.

Los rostros de los niños expresaron una pequeña decepción.

-El primero recibió una flecha. Y a partir de entonces se ganó la vida cazando. Son aquellos congéneres nuestros que viven de lo que cazan y recolectan en el bosque. Al segundo le dio una azada para cultivar la tierra. Esos debían curvar su espalda y romper la superficie de la tierra, hacer heridas en la piel de Ngai para sobrevivir, una atrocidad. Al tercero le dio un palo. Ya os imagináis para qué, ¿no?

-Para el ganado. -dijeron ambos niños al unísono.

-Sí, pero el tercero no lo entendía y preguntó "¿Qué puedo hacer con un palo, poderoso Ngai? No sirve como la azada ni como la flecha, solo ahuyenta a los animales". Y Ngai le contestó: "No para ahuyentar, sino para conducirlos en rebaños, mi querido Natero Kop, es el palo." Porque debéis saber que el tercer hijo se llamaba Natero Kop. Y es de ese tercer hijo del que descendemos todos los Maasai.

Una exclamación de admiración surgió de las gargantas de los dos niños.

-Por eso los Maasai somos los guardianes del ganado y tenemos derecho sobre los mismos. Por eso cualquier otra actividad para nosotros es inferior. Por eso, si rompemos la tierra, rompemos la piel de Ngai, de Dios. Por eso cuidamos de lo que Ngai nos encargó. Los animales, el ganado, nuestro ganado.
Pastores masaais cuidando su ganado

Un silencio casi sagrado se extendió sobre la loma, en medio de la sabana. La figura de los tres seres humanos, un adulto y dos niños, se recortaba en el horizonte mientras el sol lanzaba sus últimos rayos de atardecer, antes de ocultarse detrás de las lejanas montañas.

Al desaparecer el último rayo de sol, Ikoneti se levantó, cogió a sus dos hijos de la mano e inició el camino de regreso al poblado. Para Lengwesi y Makutule había sido una experiencia inolvidable. Habían pasado un atardecer con su padre en el que le había sido revelado el origen de su pueblo y la razón por la que eran tan distintos a otros pueblos con los que convivían. Y habían dado los primeros pasos en las costumbres y conocimiento de la sociedad Maasai de la que se sentían parte.
Maasai en la sabana, al pie de un volcán dormido

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